Aquella casa: con tantas despedidas, se le olvidó el saludo a los que llegan. Sus paredes se fueron agrietando en un premeditado y evidente suicidio... Todo el que la habitó la abandonaba, yo no sé si las casas tienen alma, pero si alguna tuvo, esa era la mía, tenía sonidos diferentes,
de llantos y reproches, hasta la lluvia en su caer era distinta. Toda hendija fue ruta,
para ilustrar el mapa de su melancolía. Cada cerrar de puertas y ventanas emitía un lamento dañando los oídos. Acunó las primeras palabras infantiles, alimentaba un eco musical en las tertulias, fue tambor y guitarra, le parió una orquídea a la pared que logró florecer año, tras año.
Fue cofre de canciones y de la poesía. Sus rincones: anudaban la prisa de andantes y fugitivos versos. Cuando fue urgente: fabricó entre su techo y suelo, la prudencia. Los ruidos, los insectos, la doctrina soez, la felonía, rebotaron ante el gesto vital de su rutina. Mi casa: no tenía fastuosas terrazas con balcones colgantes ni sótanos oscuros y pasillos anexos, tampoco tuvo rejas, capilla y jardines al fondo, ni sendero de pinos señalando al portón.
Tampoco había fuente de cristal ni odaliscas de mármol.
Mi casa era sencilla, con su descolorida y comunal fachada-. Pero fue mi palacio, mi pequeño palacio de confidencias tontas y confidencias graves, donde las decisiones, -nunca la tuvieron presente. Ignorada por todos a pesar de su grito, a pesar de su voz beligerante, sus regaños; de los sabios mensajes... Marchita, cansada, mi casa, aún espera.