Para algunos, mentir se ha convertido en un estilo de vida.
Sin advertirlo, han creado una red tan compleja de información
falsa, que ya no saben como escapar del enredo y hallar la verdad.
Es probable que la mentira produzca cierta fascinación en los
niños.
Además de aprender a evitar los regaños, pueden construir un mundo
fantástico a su tamaño y engatusar a los demás.
Y de allí puede surgir un inocente "jugar a engañar" que, al ver
las ganancias potenciales, se convierte en hábito.
Con la mentira podemos llamar la atención y producir
admiración.
Poder ficticio, pero poder al fin.
Los mentirosos sostienen que aunque el deslumbramiento no es
legítimo, de todas maneras lo disfrutan bastante.
Su posición es clara e implacable: la mentira como un instrumento
para obtener ganancias secundarias.
También mentimos para huir de las obligaciones asumidas.
Podemos enfermarnos, o inventar una calamidad doméstica o hallar un chivo
expiatorio en nuestra imaginación.
Otra vez el provecho, a través de una falsificación que no siempre
es delito y que produce alivio.
A veces, pareciera no existir antídoto contra esta tentación.
¿Quién no ha mentido alguna vez? Aunque se trate de mentiras
piadosas (justificadas en la intención de no producir un daño innecesario),
¿Quién tira la primera piedra?
Las mentiras frecuentes pueden originar, al menos, dos problemas
de consideración.
El primero, cuando se vuelve costumbre y se repite mecánica y
sistemáticamente, sin mucho sentido: embaucar por embaucar.
Ya ni sabemos por qué lo hacemos.: mentirosos crónicos,
megalomanía comportamental pura.
Y el segundo, cuando llegamos a creernos el cuento y a confundir
verdad con embeleco.
Adoptamos una forma de autoengaño donde la existencia real y
fantaseada se entremezcla peligrosamente.
No sólo terminamos siendo víctimas de nuestro propio invento, sino
que además somos víctimas felices.
Esta farsa continua y autodirigida, obra como una píldora de
"éxtasis", una megalomanía existencial que nos hace sentir, irracionalmente, más
ligeros del equipaje.
¿Qué pasaría si desde hoy, sin excusas ni amagues, decidiéramos
mostrarnos como en verdad somos y asumiéramos el riesgo de hacernos públicamente
responsables de nuestras acciones, pensamientos y afectos?
¿Generaríamos tanto rechazo como creemos?
Dejar de mentir es un alivio.
Sin máscaras, el rostro se ve mejor, más relajado.
Ya dejaremos de vernos tan perfectos comos hemos querido
aparentar, pero al menos auténticos.
Deben ser muy pocos los que nunca han mentido, si los hay.
De todos modos, puedes al menos ser veraz sobre los rasgos que te
definen en esencia, y que no podrás disimular o enmascarar, sin sentirte traidor
de tus propias causas.
Autor: Walter Riso