Tres personas iban caminando por el bosque. Uno era un sabio con fama de
hacer milagros, otro un poderoso terrateniente del lugar y el tercero, que iba
detrás de ellos escuchando la conversación, era un joven estudiante, alumno del
sabio.
El terrateniente comentó:
-Me han dicho en el pueblo que eres una persona
muy poderosa y que eres capaz de hacer milagros.
-Soy una persona vieja y
cansada... ¿Cómo crees que yo podría hacer milagros?, respondió el sabio.
-Me
han dicho que sanas a los enfermos, haces ver a los ciegos y vuelves cuerdos a
los locos. Esos milagros sólo los puede hacer alguien muy poderoso.
-¡Ah! ¿Te
refieres a eso?, dijo el sabio.
-Tú mismo lo has dicho, esos milagros sólo
los puede hacer alguien muy poderoso, no un viejo como yo. Esos milagros los
hace Dios, yo sólo le pido a Él que le conceda un favor al enfermo, o al ciego;
todo el que tenga la fe suficiente en Dios puede hacer lo mismo.
-Yo quiero
tener la misma fe que tú, para poder realizar los milagros que haces. Muéstrame
un milagro para poder creer en tu Dios.
-¿Volvió a salir el sol esta mañana?
preguntó el sabio.
-¡Claro que sí!, exclamó el poderoso terrateniente.
-Pues ahí tienes el milagro de la luz.
-No, yo quiero ver un verdadero
milagro, haz que se oculte el sol, saca agua de una piedra, sana a un animal
herido tocándole con tu mano. Algo así quiero ver.
-¿Quieres un verdadero
milagro? ¿No es verdad que tu esposa acaba de dar a luz hace algunos días?".
-Sí, fue un varón y es mi primogénito, respondió el terrateniente.
-Ahí
tienes el segundo milagro, el milagro de la vida.
-Sabio, tú no me
entiendes, quiero ver un verdadero milagro.
-Fíjate bien, estamos en época de
cosecha, ¿No hay trigo dónde hace unos meses sólo había tierra?
-Sí, igual
que todos los años.
-Pues ahí tienes el tercer milagro.
-Creo que no me
he explicado bien, lo que yo quiero... el sabio le interrumpió.
-Te has
explicado bien, pero yo ya he hecho todo lo que podía hacer por ti. Si no
encontraste lo que buscabas, lamento desilusionarte, pero no puedo hacer
más.
El poderoso terrateniente se retiró muy desilusionado por no haber encontrado
lo que buscaba.
Cuando el poderoso terrateniente estaba lejos, el sabio se dirigió a la
orilla del camino, tomó a un conejo enfermo y herido, sopló sobre él y sus
heridas quedaron curadas; el joven estaba algo desconcertado.
El joven dijo: Maestro, te he visto hacer milagros como éste casi todos los
días, ¿Por qué te negaste a mostrarle uno al caballero?, ¿Por qué lo haces ahora
que no puede verlo?
-Lo que él buscaba no era un milagro, era un espectáculo.
Le mostré tres milagros y no pudo apreciarlos. Para ser maestro, primero hay que
ser alumno.
“No puedes pedir grandes milagros si no has aprendido a valorar
los pequeños milagros que se te muestran día a día. El día que aprendas a
reconocer a Dios en todas las pequeñas cosas que ocurren en tu vida, ese día
comprenderás que no necesitas más milagros que los que Dios te da todos los días
sin que tú se los hayas pedido”