Universidad Sagrado Corazón
Programa de Educación Continuada
Profesor Emilio del Carril
Luis Valentín Calderón
Taller de cuentos cortos
Fecha Septiembre 29, 2011
La Venganza
Hoy, le tocaba su turno en corte por haberle dado muerte a su verdugo y violador. Mientras esperaba en aquella silla, esposada, miró a todos en la sala, al público, jurado, fiscal, al juez y con una bella sonrisa y en paz con ella misma dijo a su abogado en voz baja:
―Tal vez, la justicia sea demasiado ciega, ¡pero yo no!
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Todos litigaban mientras ella pensaba en aquella última decisión después de la golpiza de su marido que casi la mata, cuando al salir del hospital ella juró, que se vengaría. Sabía que no sobreviviría otra pelea. Se sintió sola, aterrorizada, con mucho miedo y temía por su vida. Las veces que lo denunció la querella no pasaba del ‘reten’ en la estación de policía y siempre terminaban en nada, por ser él también policía, pero en calidad de guardia penal. Por los ‘códigos de silencio’ que se mantienen entre estás instituciones de cuidarse los unos a los otros. Pero ya no más, ella no lo soportaba, decidida iba a resolver el problema por si misma, se vengaría de una u otra forma. Hacia mucho que premeditaba el preciso momento para darle muerte. Ese día había llegado…
Contaba con que él hiciera lo mismo cada día treinta después de cobrar, desaparecer del barrio, brincando de taberna en taberna hasta embriagarse por completo, luego se iría a pasar la borrachera en casa de su amada. En donde se quedaba todo el fin de semana. Y hoy era ese día, viernes veintinueve, con un fin de semana largo. Esa noche, lo esperaba escondida en el callejón San Ciprían de barrio Obrero para cumplir la promesa. Estaba cansada de estar cansada y de su despotismo. Y de los constantes ultrajes hasta llegar a sodomizarla sin piedad, a punta de revólver, y de la injusticia, y el abuso que cometía al pegarles a sus hijos cuando estaba bajo los efectos de la cocaína y el alcohol. Hoy era la noche, estaba determinada a picarle el cuello. Como se les hace a las serpientes, le picas la cabeza, matas el cuerpo, fin del problema.
No había marcha atrás, ya estaba decidida, su inquietud la delataba. Sabía que él tenía que pasar por allí borracho, tarde o temprano como de costumbre, para llegar a la casa de su amante, Amanda. Segura de si misma, que nadie la había visto esconderse tras la vieja verja de la casa abandonada de Victoria la Madama; la cual estaba a nivel de la casa Usher casi por caerse, quien había muerto hacía mucho. Para que no la fueran a delatar y descubrieran su plan de venganza, asesinar su marido. Escondida como franco tirador lo esperaba muy serena, en paz con ella misma, tenía una mirada ardiente, profunda y siniestra.
Aquella parte del callejón estaba oscura, perfecta, sólo los que vivían en el barrio lo conocían y se atrevían a pasar por el sitio, atajo entre dos calles para llegar a sus residencias. Área en donde habían ocurrido horrendos crímenes, no sería la primera vez que se cometiera un robo o una ejecución de alguien allí. Pasar por él tan tarde en la noche, era como un preámbulo para cualquiera buscarse problemas.
No sintió miedo, ni de su esposo ni de nadie allí sola. Apretaba el machete en la mano, desenfundado, el que le había prestado Juan, el hijo del amolador de cuchillos el día anterior, el arma le daba éxtasis, la animaba mucho. Al comprobar su filo se cortó el dedo al pasarlo por él, cuando vio correr la sangre supo que estaba lista. Lo esperó hasta las once y trece de la noche cuando lo oyó venir, tambaleándose por todo el camino. Salió de su escondite, casi lo mata del susto y le dijo:
―Buenas noches, cariño ―con el machete en su mano diestra.
Él no tuvo oportunidad de sacar su pistola de reglamento. Achí Osaría le propinó el primer machetazo y le picó una mano, al tratar de sacar su arma de reglamento para defenderse, pero no pudo evadirla. Su mano pegada al revólver cayó al suelo como un trofeo de consolación.
El arrepentimiento ella lo sustituyó por locura al terminar de ultimarlo. Y como advertencia a los machistas del país, les dejó un mensaje espantoso. Tomó su cabeza y la ensartó en el machete y la puso en el hueco de un bloque de verja rústico sin empañetar, con un papel metido en la boca ubicado en la entrada oscura del callejón. El mensaje empapado con la sangre y la saliva del agresor declaraba: “Me hiciste perder la cabeza por ti mal nacido, ahora te tocó perder la tuya, jamás volverás a violar a nadie”. En unos minutos, las palabras del mensaje desaparecieron al igual que ella por miedo a represalias.
Achí sabía que iría a prisión por matar a Abu Sador Paredes, un custodio de penal adicto, mal padre y abusador. Ella creía fielmente, que había hecho lo correcto, no se arrepentía por ello. Lo mató para vengarse de él, y dar una idea sugerida a las mujeres de esta isla de cómo librarse del constante abuso que sufren a manos de aquellos que se valen de la autoridad, y a otros. Quienes se creen que son impunes ante la ley. Para seguir aterrorizando a sus parejas. Puesto que la ley 54 no es un obstáculo que pueda disuadir aquellos que aman la ‘violencia doméstica’. Pero como hay veces que la venganza de Dios no funciona, ella hizo funcionar la suya…
Achí, era casi una analfabeta de Humacao que cuando tenía los 12 años abandonó la barriada donde vivía, y se trasladó a San Juan, cuando fue violada por primera vez. Poco podía imaginar que su nombre iba a figurar en los anales de la historia de la isla por ser la única mujer que había matado a su marido de tal manera, lúgubre, macabra...
No tuvo tiempo para saborear la venganza, mucho menos la cabeza para pensar, ni para amar… tampoco para perdonar. Cuando se la llevaron arrestada estaba lista para enfrentar lo que fuera.
Tras varios meses de investigaciones, el juicio de Achí Osaría duró apenas tres días, fue encontrada por el jurado de todos los cargos, en especial el de asesinato en primer grado: “No culpable”. Pocos sabían que ella había guardado copias de todas las denuncias echas en el pasado. Lo que justificó el veredicto de: “En defensa propia”. Y al encontrar la mano de Abu Sador Paredes cercenada en el callejón empuñando su arma de reglamento. La cual mostraba unas balas disparadas.