Érase que se era una princesa fea.
Érase que se era una malvada bruja.
Érase que se era que, cierto día, la malvada bruja lanzó un
hechizo contra la fea princesa y la transformó en la princesa más hermosa del
mundo.
Nadie entendía muy bien qué clase de “maldición” podía ser esa
que concedía a la princesita la belleza que no tenía, la admiración de la que
carecía y que la liberaba de las burlas y el rechazo.
Y
ahora es cuando el listillo-a de la clase dice: “Yo lo sé, yo lo sé. Si está
claro. La maldición consiste en que la princesa se vuelve engreída, tonta y
antipática y pierde el cariño de todos. Y la moraleja es que la belleza no lo es
todo en este mundo”.
Pues
no, listillos, no se trata de eso.
Vamos, sí que era esa la intención de la malvada bruja
pero…
Érase que se era que la ex princesa fea y nueva hermosa princesa
era una chica equilibrada y con una cabeza muy bien amueblada. De modo que ni se
le subió la belleza a la cabeza, ni dejó a sus amigos de toda la vida, ni se
reía de los poco agraciados ni se dejó llevar de los halagos de quienes, ahora,
se aproximaban a ella.
Así
que lo único que logró la bruja fue que la princesa fuera un poco más feliz y no
horriblemente desgraciada.
Y
tras semejante fracaso la bruja fue pasto de burlas por parte de sus compañeras
y enviada por el Gran Consejo Brujeril a seguir un cursillo de psicología para
intentar que no volviera a equivocarse de manera tan
estrepitosa.
Fin