No vale la pena
intentar siquiera una definición. El dolor encarcela al hombre dentro de su
cuerpo; bloquea las compuertas del alma y le impide mirar hacia afuera;
empequeñece el espíritu y repliega a la persona sobre sí
misma.
El dolor, como el
gas, tiende a ocupar todo el espacio disponible. Penetra en cada célula, en cada
rincón: impide el trabajo y el descanso; agría el carácter, y amenaza con
destruir cuanto de bueno hay en nosotros.
También los animales
sienten el dolor; pero sólo el hombre, que es espíritu, sabe que lo siente
aunque no lo entienda; reflexiona sobre su dolor, y se angustia. Es el espíritu,
no la carne, quien de veras sufre y se rebela.
El dolor pone ante
los ojos del alma la evidencia de su corporeidad: nos hace entender que somos
corruptibles y, por tanto, mortales. Todo dolor es un anuncio de la muerte. Por
eso el alma, que es inmortal, se desconcierta, se descubre cogida en una trampa,
prisionera más que nunca de la carne.
El dolor angustia aun
antes de padecerlo: cuando sólo se presiente. Peor que el sufrimiento actual es
el miedo al dolor futuro, que llena el alma de sombras e impele a una huida
imposible.
Por evitarlo, hay
quien traiciona a los amigos, a las propias ideas, a Dios. Muchas veces es más
temido que la propia muerte. Por eso algunos eligen el suicidio con tal de no
pagar el necesario peaje del dolor.
Sabéis que no hago
literatura. También a los quince o a los veinte años es posible haber tenido la
experiencia del sufrimiento. Y, en todo caso, tarde o temprano
llega.
Pero algo de
bueno si que tiene…
Al parecer María
temía que cargarse demasiado las tintas. Por eso me interrumpió para hacer notar
que, gracias al dolor estamos vivos. Lo digo así, rotundamente, y tenía razón:
cuando en nuestro organismo aparece una enfermedad, una herida o una infección,
se dispara el dolor como un mecanismo de alarma, tan molesto y estridente como
los que avisan en caso de incendio. Ahí radica su eficacia. El dolor nos grita
que algo va mal y que hay que arreglarlo. En este sentido, podemos dar gracias a
Dios por habérnoslo enviado: un buen ataque de apendicitis, con chillidos
incluidos, puede salvarnos la vida.
El dolor es un
mal útil
Creo, pues, que
coincidimos en que algunos dolores pueden servirnos, y mucho: hasta el punto de
sernos imprescindibles. Siguen siendo males, pero vale la pena sufrirlos si no
hay otra forma de alcanzar un bien mayor o de evitar un daño más
grave.
Así, quien permite
que le rajen con un bisturí para quitarse un apéndice averiado, no sólo quiere
ese dolor, sino que encima lo paga.
La oronda señora que
se somete a un planchado de arrugas, con estiramientos incluidos, y se deja
chupar la grasa con sofisticados aparatos de tortura, ama ese sacrificio con la
misma lógica que el mártir, aunque sus razones sean sensiblemente menos
ambiciosas: el mártir trata de conquistar el Cielo, y, para lograrlo, resiste
los mayores tormentos. Ella sólo desea recuperar el Paraíso perdido de la
esbelta juventud, enfundándose el vaquero, que es la vestidura del
Edén.
Y lo mismo cabe decir
del paciente que, en pleno uso de sus facultades mentales, visita al terrible
dentista; del que se deja el pellejo por ganar un maratón, o por quedar el
último…, y así sucesivamente. En resumen, que el dolor es menos cuando es útil,
cuando tiene un sentido.
Dolor y
sacrificio
Los ejemplos
anteriores ilustran cómo puede ponerse el dolor al servicio incluso del propio
egoísmo. Pero también es posible y, por cierto, bien frecuente, sufrir en
beneficio de los demás: una madre me contaba que ella por nada del mundo
renunciaría al dolor del parto. Intuía que ese dolor es una forma de entrega al
hijo que nace. Entendedme; no estoy diciendo que el parto sin dolor sea menos
generoso. Me limito a transmitir una experiencia ajena, que me parece respetable
e incluso razonable.
En todo caso, todos
podríamos poner ejemplos cotidianos de personas que se sacrifican generosamente,
quizá es lo que da sentido a su vida: para ellos no es un mal, sino un tesoro.
¿Hay alguien que no lo entienda?
Edurne era una vieja
sirvienta vasca que conocí hace meses. La atendí en sus últimos días de vida, y
estoy seguro de que está en el Cielo. Cuando la vi por primera vez estaba
sentada en un sillón, con una manta sobre las rodillas y temblando como una
hoja. La señora de la casa me puso al corriente de la
situación:
—El médico dice
que se muere… Y no sabemos de qué. Hasta hace unos meses seguía cuidando a los
niños día y noche. Se desvivía. «No sé cómo les aguantas, Edurne, le decía yo…
Déjalos estar. No los mimes tanto». Pero ella se quitaba hasta dormir… Con
decirle que, cuando mi hija tuvo lo del riñón…: nada, una tontería… Pero quería
ofrecer los suyos por si hacían falta para un transplante… Figúrese: para
transplantes estaba la pobre… Bueno, pues hace dos meses le tuvimos que pedir
que no trabajase más: apenas veía…, teníamos miedo… Siguió viviendo con
nosotros, pero se fue apagando. El médico dice que se muere… ¿Usted lo
entiende?
El dolor inútil y la
cruz
—¿Y si el dolor no
sirve para nada…?
Yolanda tiene la
habilidad de hacer la pregunta oportuna en el momento
justo.
¿A quien le sirve,
por ejemplo, que yo tenga una enfermedad grave, un
cáncer…?
¿Y a quién servía –le
contesté– todo ese desvivirse de Edurne, cuando ya estaba casi ciega y más que
una ayuda era un estorbo, incluso un peligro?
Supongo que a ella
misma… Era su manera de estar viva, ¿no?
Sí. Y, sobre todo,
era la única forma de amar que le quedaba.
Jesucristo nos
descubrió este misterio. Él nos enseñó que amar es, ante todo, donación de uno
mismo. No ama más el que más goza, sino el que vive hasta sus últimas
consecuencias ese “Le doy mi vida”, que tan alegremente decimos como si fuera
una pura imagen lírica.
Dar la vida es, desde
luego, una locura. Sólo los seres espirituales podemos hacerlo. Y la entrega en
cada gesto, en cada renuncia, cada minuto; pero siempre, necesariamente, con
dolor; porque nuestro ser se resiste a ese enorme “desperdicio” de vida que es
el amor. Por eso todos los enamorados del mundo sueñan con sufrir. Jesús hizo
realidad su sueño y “nos amó hasta el extremo” con su Pasión y su
Cruz.
Dios no
quiere nuestro dolor… ¿Para qué serviría? Pero nosotros sí lo necesitamos,
porque es nuestra forma de amar, de estar vivos, de entregar el alma. ¿Cómo
podríamos darla si no existiera el sacrificio?