César en casa
Juan, aquel militar de tres abriles, que con gorra y fusil sueña en ser hombre, y que ha sido en sus guerras infantiles un glorioso heredero de mi nombre;
ayer, por tregua al belicoso juego, dejando en un rincón la espada quieta, tomó por voluntad, no a sangre y fuego, mi mesa de escribir y mi gaveta.
Allí guardo un laurel, y viene al caso repetir lo que saben mis testigos: esa corona de oropel y raso la debo, no a la gloria, a mis amigos.
Con sus manos pequeñas y traviesas, desató el niño, de la verde guía, el lazo tricolor en que hay impresas frases que él no descifra todavía.
Con la atención de un ser que se emociona miró las hojas con extraño gesto, y poniendo en mis manos la corona, me preguntó con intención: -«¿Qué es esto?»
-«Esto es -repuse- el lauro que promete la gloria al genio que en su luz inunda... -«¿Y por qué lo tienes?» -Por juguete, le respondió mi convicción profunda.
Viendo la forma oval, pronto el objeto descubre el niño, de la noble gala; se la ciñe, faltándome al respeto y hecho un héroe se aleja por la sala.
¡Qué hermosa dualidad! Gloria y cariño con su inocente acción enlazó ufano, pues con el lauro semejaba el niño un diminuto emperador romano.
hasta creí que de su faz severa irradiaban celestes resplandores, y que anhelaba en su imperial litera ir al Circo a buscar los gladiadores.
Con su nuevo disfraz quedé asombrado (no extrañéis en un padre estos asombros), y corrí por un trapo colorado que puse y extendí sobre sus hombros.
Mírelo así con cándido embeleso, me transformé en su esclavo humilde y rudo, y -«¡Ave César!- le dije, dame un beso, ¡yo que muero de penas, te saludo!»
-«¿César?»- me preguntó lleno de susto y yo sintiendo que su amor me abrasa, -«¡César!» -le respondí- «César Augusto de mi honor, de mi honra y de mi casa»
Quitéle el manto, le volví la espada, recogí mi corona de poeta, y la guardé, deshecha y empolvada, en el fondo sin luz de mi gaveta.
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