Como mi hermano mayor
“Porque a
los que Dios conoció de
antemano, también los
predestinó
a ser
transformados según la
imagen de su Hijo, para
que él sea el
primogénito
entre
muchos hermanos.
”
(Romanos 8:29)
Ser semejantes a Cristo
no es opcional. Para
aquellos que Dios ha
escogido,
es
decir, aquellos
que creyendo han nacido
de nuevo y han recibido
el privilegio de ser
llamados
hijos
de Dios existe una
predestinación: ser
transformados según la
imagen de su Hijo.
¿Podrá alguien oponerse
a este decreto divino?
¿Podrá alguien
interferir
para que esto no se
cumpla entre los que han
sido llamados?
Lo cierto es que el día
que decidimos entregar
nuestra vida a Cristo
nos embarcamos
en un proyecto colosal:
transformarnos a la
imagen misma del Hijo de
Dios.
Tan cierto como que esto
sucederá en cada u no de
nosotros, es el hecho de
que esto
no pasa de la noche a la
mañana, es más bien un
proceso de años que se
extiende
a
lo largo de toda nuestra
vida. Comienza el día
que nacemos
espiritualmente
y
culminará el día que
Cristo vuelva (I Juan 3,
2).
De la misma manera que
un pequeño niño nace
para transformarse en un
hombre,
nacemos espiritualmente
para ser transformados a
la imagen de Cristo.
Para crecer
y desarrollarse un niño
necesita de los cuidados
de sus padres, de
alimento y abrigo,
de amor y corrección. De
todas estas cosas nos
provee Dios, es decir
las condiciones
para
el desarrollo están
dadas, la pregunta ahora
es:
¿cómo estamos
desarrollándonos
nosotros?
¿Se
corresponden nuestros
actos y actitudes con la
edad espiritual que
tenemos?
¿Crecemos
de manera sana y
vigorosa o somos
pequeños débiles y mal
alimentados?
¿Hemos
aprendido a comer ya
comida sólida o somos
los eternos enamorados
del biberón?
Todo padre espera ver a
su hijo crecer sano y
fuerte, se alegra con
cada palabra nueva
que pronuncia, con cada
nuevo desafío
conquistado, adora verlo
descubrir el mundo
y
ser quién lo acompaña en
ese desarrollo. Aunque
aún es un niño, lo sueña
un hombre
o una mujer de bien, se
desvive por ello y todas
las decisiones que como
padre toma,
las
orienta a ese ideal que
espera un día su hijo
sea.
De la misma manera se
comporta Dios con sus
hijos.
¿Cuántas alegrías estoy
dándole al Dios Padre
hoy?
¿Dejo
que me guíe y me enseñe
a desarrollarme como Él
me ha planeado?
¿Me
tomo de su mano y ya no
le temo a nada? ¿Acepto
sus correcciones y le
obedezco,
aunque con mi mente de
niño aún no pueda
entender por qué
Él decide esto para mi
vida hoy?
Ser hijo de Dios es todo
un desafío, pues hay un
hermano mayor que es
mejor en todo,
y en su estatura seremos
medidos. Sin embargo en
este desarrollo no
estamos solos.
Tenemos el ejemplo del
hermano mayor, Él ya ha
caminado un trecho
delante de nosotros
para
que podamos seguir sus
pasos (1 Pedro 2, 21:
“Para esto fueron
llamados,
porque Cristo sufrió por
ustedes, dándoles
ejemplo para que sigan
sus pasos.”)
y el Padre está
dispuesto a invertir en
nosotros la mejor
educación sin escatimar
en costos.
Sólo
nos resta poner el
corazón, pues sin desear
ser como el hermano
mayor,
el desarrollo será lento
y costoso.
Si has
llenado de preocupación
y tristeza el corazón de
tu Padre, no te
desanimes.
Dios
en su bondad no abandona
a sus hijos por mal
comportamiento. Por el
contrario,
lleno de
paciencia y amor vuelve
a enseñarnos hoy aquello
que no quisimos aprender
ayer.
Sus
misericordias se
renuevan cada mañana y
no nos abandona en este
proceso de llegar
a
ser hechos a la imagen
de su Primogénito
Autoria: I. LATINA
|