El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé. Salmo 69:20.
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Cuando poco antes de su muerte en la cruz el Señor Jesús estaba en el huerto de Getsemaní, de rodillas orando a Dios, su sudor vino a ser como grandes gotas de sangre. Todo el horror de su muerte expiatoria se presentaba ante su santa alma. ¿Y los discípulos? El sueño los había vencido. El Maestro tuvo que preguntarles: “¿Por qué dormís?”.
Entonces llegó la turba armada enviada por los sumos sacerdotes y los ancianos para prender a Jesús. Su conductor era Judas Iscariote, uno de los doce discípulos. Con un beso traicionó a su Maestro para entregarlo a sus enemigos. ¿Y qué le dijo el Señor? “Amigo, ¿a qué vienes?” ¡Cómo habrían tenido que impresionarle esas palabras! Pero su corazón estaba completamente endurecido.
El Señor fue presentado ante un aparente tribunal religioso. Allí un alguacil se atrevió a abofetearle durante el interrogatorio. “¿Por qué me golpeas?”, le preguntó el acusado inocente. Al hombre no le pareció necesario dar una respuesta.
Pero la pregunta más trágica pronunciada por el Señor se oyó al final de las tres horas de tinieblas: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. ¡Cuánto tuvo que padecer el Señor de parte del Dios santo por mis pecados y por los suyos, lector! Por ambos tuvo que ser abandonado. Sin embargo, según el Salmo 22, Él dijo a su Dios, quien en ese momento no podía contestarle: “Pero tú eres santo”. ¡Cuán digno de adoración es el Señor!
La Buena Semilla
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