En mi vida personal, la comunión con el
Espíritu Santo es lo más importante. Yo no podría
vivir sin ese dulce compañerismo que ha llegado a
ser tan familiar en mi vida. Por la mañana siento su
vigor sobre mi corazón y tengo la fuerza necesaria
para enfrentarme a los desafíos del día sabiendo que
saldré plenamente victorioso en cada situación.
También he descubierto que no soy lo bastante listo
para resolver los miles de problemas que se me
presentan de forma constante; sin embargo, puedo
decir simplemente al Espíritu Santo: "Dulce
Espíritu, déjame contarte la dificultad en que me
encuentro. Sé que conoces los pensamientos de Dios y
que ya tienes la respuesta". Luego espero con
seguridad la contestación del Espíritu Santo.
Al
descubrir a lo largo de todos estos años que el
Espíritu Santo me renueva espiritual, mental y
físicamente, he comprendido que la comunión diaria
con Él es algo necesario. De la hora que paso cada
mañana en oración, gran parte del tiempo la dedico a
la comunión con el Espíritu.
Cada vez que Dios me da algo nuevo y fresco de la
palabra, sé que procede del Espíritu de verdad que
mora en mí. Del mismo modo que el Espíritu Santo
hizo concebir a María, puede asimismo fecundarnos
con la palabra de vida. "La letra mata, más el
Espíritu vivifica". Esta es la razón por la cual
millares de personas hacen cola delante de nuestra
iglesia los domingos para asistir a cada uno de los
siete cultos que tenemos; y por lo que nuestro culto
televisado es uno de los programas de mayor
audiencia. La gente no está simplemente interesada
en que se le enseñe la Palabra; sino que desea la
verdad ungida por el Espíritu Santo.
Pablo experimentaba este tipo de enseñanza; y así
testifica a la iglesia de Corinto: "Y nosotros no
hemos recibido el espíritu del mundo, sino el
Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo
que Dios nos ha concedido, lo cual también hablamos,
no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino
con las que enseña el espíritu, acomodando lo
espiritual a lo espiritual" (1 Corintios 2:12-13).
El
Espíritu Santo no sólo nos unge para que ministremos
la Palabra de Dios con poder y autoridad, sino que
también nos protege de los ataques del diablo. El
hecho de pastorear la mayor iglesia del mundo no me
exime de las embestidas de otros. Lo que me molesta
no son los ataques del mundo, sino los que proceden
de algunos creyentes que tienen la capacidad de
ofender. Pero una comunión diaria en el Espíritu
Santo puede protegeremos, no de semejantes ataques,
sino de sus efectos. Observamos este principio
claramente revelado en la vida de Esteban, el primer
mártir de la iglesia.
Como vemos en hechos 7, Esteban proclamaba la
Palabra de Dios con gran poder; sin embargo, la
respuesta de Israel fue que se sintieron tan
culpables que desearon matarlo por causa de sus
palabras: "Oyendo estas cosas, se enfurecían en sus
corazones, y crujían los dientes contra él. Pero
Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos
en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que
estaba a la diestra de Dios" (Vr. 54-56).
Pablo termina su segunda epístola a la iglesia de
Corinto, diciéndoles: "LA gracia del Señor
Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del
Espíritu Santo sean con todos vosotros"; y se
refiere nuevamente a este comunión con el Espíritu
Santo en Filipenses 2:1.
Si
sus oraciones son algo vacío y no suponen un
estímulo para usted, tal vez sea que no está
obedeciendo la amonestación de Pablo de tener
comunión con el Espíritu Santo. El Espíritu le
introducirá el gozo, la paz y el sentimiento de
justificación que usted desea. Recuerde que el reino
de Dios no consiste en comida ni en bebida, sino en
justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo.