Hans Brael: un sufrimiento prolongado y espantoso, 1557 d.C. Durante un viaje en el año 1557, en Pusterthal unos días antes de la Ascensión, el hermano Hans Brael, a unos cinco kilómetros del castillo, se encontró con el juez que iba a caballo. El juez no lo conocía; solamente lo saludó y siguió su camino. Hans le dio gracias por el saludo, pero el secretario que acompañaba al juez se acercó a Hans preguntándole: “¿A dónde vas? ¿Qué estabas haciendo aquí?” Él respondió que había estado con sus hermanos. El secretario le preguntó si los anabaptistas eran sus hermanos. Sí, contestó él. Entonces el secretario lo agarró y el juez le quitó al hermano su propia correa y lo amarró, haciéndolo caminar a un lado de su caballo por el lodo como si fuera un perro. Así caminaron hasta llegar al castillo. Él sufrió tanta fatiga de la caminata y de haber sido amarrado tan cruelmente, que no pudo permanecer parado, sino que se cayó en el campo. El señor del castillo amonestó al juez por haberle atado tan duro. Allí lo interrogaron y le quitaron todo lo que traía y lo echaron a la cárcel.
Al día siguiente lo sacaron y el señor del castillo lo interrogó tocante al anabaptismo y lo que pensaba del sacramento. Cuando él predicó la verdad divina, insistieron que la renunciara. Y cuando él les dijo que no esperaran que él iba a renunciar a la verdad, lo echaron otra vez a la cárcel. Ocho días después lo trajeron otra vez. El señor con otros seis lo examinaron, pero no lograron nada, entonces lo volvieron a mandar a la cárcel. Después de ocho días más fue examinado delante de todas las autoridades reunidas. El juez le aconsejó urgentemente que se salvara, porque su cuerpo iba a ser torturado si rehusaba nombrar a las personas que le habían hospedado. Hans preguntaba al juez y a todo el concejo si a ellos les parecía bien que él traicionaría a los que le habían tratado con tanto amor y le habían alimentado y hospedado. El juez se enfureció mucho, y le preguntó si estaba acusando al concejo con sus palabras. Al fin lo mandaron a la cárcel otra vez, ya que no pudo ser convencido.
Después lo trajeron al juez y lo llevaron al potro, donde él mismo se quitó la ropa y delante de ellos se acostó. Se sometió pacientemente a las sogas de tortura de tal manera de los ojos de los espectadores se llenaron de lágrimas y no podían contener su llanto.
El verdugo lo suspendió de una soga, y el juez lo amonestó que se salvara y que divulgara los nombres que deseaban. Él dijo que no iba a traicionar a nadie. Entonces amarraron una piedra grande en sus pies. El juez se enojó cuando percibió que no podía lograr nada con él y dijo: “Ustedes juran que no se van a traicionar los unos a los otros.” Hans respondió: “No juramos, pero no nos traicionamos porque sería malo.” Entonces lo dejaron colgado de la soga y se fueron, pero el verdugo se quedó con él.
Luego trajeron dos sacerdotes de la ciudad de Innsbruck y disputaron con Hans por dos días, y al no lograr nada, el señor del castillo se encolerizó tanto que le dijo: “¡Oh, tú, perro terco! He hecho todo lo posible contigo y seguiré haciéndolo. Ahora te pondremos en una estaca puntiaguda, y veremos como vas a confiar en Dios.” Él respondió que sufría no por hacer el mal, sino por la verdad.
Después de tres días lo pusieron en un foso profundo, oscuro y asqueroso donde no podía ver ni luna ni sol. Él no podía saber si era de día o de noche. También era tan húmeda que se podría la ropa que tenía puesta y se quedó casi desnudo. Por mucho tiempo no tuvo ni una prenda para ponerse, solamente un abrigo áspero con el que se envolvió, y así se sentaba en miseria y oscuridad. La camisa que tenía se había podrido tanto que solamente le quedó el cuello, el cual colgó en la pared.
Una vez cuando estos hijos de Pilato lo sacaron para tratar de hacerlo apostatar, la luz hería tanto sus ojos que se sintió mejor al ser bajado otra vez al foso oscuro. Por la suciedad de este hoyo, también salía un hedor tan repugnante que cuando lo sacaron, todos se alejaron de él. Aún los miembros del concejo decían que nunca habían encontrado una peste tan horrible. En ese foso también había muchos bichos. Por un tiempo protegía su cabeza con un sombrero viejo, que por compasión alguien se lo había tirado. Al principio Hans se espantó mucho, pero luego se acostumbró. Los bichos también le comían la comida. Cuando le bajaban su comida tenían que comer todo de una vez antes de poner el plato en el suelo, porque de otra manera los bichos cubrían el plato y no le dejaban comer. A veces los bichos también se metían en su bebida.
Sin embargo, su aflicción más grande en toda esta prueba era que no recibía ninguna carta de sus hermanos ni de la iglesia. En ese tiempo, un siervo del Señor llamado Hans Mein tenía un gran deseo de oír algo del hermano, y le mandó palabra al foso diciendo que si él se encontraba firme en la verdad que le mandara una seña. La miseria y pobreza del hermano era tan grande que ni una paja podía hallar. De repente pensó en el cuello que había colgado en la pared. Agarró el cuello que se había podrido y se lo mandó a Hans Mein como una señal de que su fe no había cambiado, sino que permanecía firme en Dios. Tampoco deseaba ropa de los hermanos, los cuales le ofrecieron, pues él les dijo que si las autoridades llegaran a descubrirlo, lo mandarían al potro otra vez para que divulgara sus nombres.
De esta manera, él yacía en ese foso asqueroso todo el verano hasta el otoño, hasta que lo sacaron por el frío que hacía, y lo echaron a otra cárcel. Allí tuvo que pasar más de ocho meses con una mano y un pie en el cepo. Durante todo ese tiempo no podía ni acostarse ni sentarse bien. Tuvo que mantenerse parado y tuvo que soportar muchos reproches y burlas de la gente incrédula que decía: “Mira, allí esta un hombre santo; no hay otro tan sabio como él. Él es luz del mundo y testigo de su Dios y su iglesia”; y otras burlas que le echaron en la cara.
La señora del castillo mandó llamar a Hans y le indujo a que se retractara y así obtener su libertad; pero al no aceptar lo que ella propuso, Hans tuvo que pasar otro invierno en la cárcel.
Entonces llegó una orden del concejo de Innsbruck, la cual los señores la leyeron a Hans. Su contenido era lo siguiente: Puesto que él era tan terco, lo iban a mandar al mar. Iba a salir la mañana siguiente para darse cuenta de cómo los malhechores son desnudados y castigados.
Dejaron a Hans salir de la prisión y caminar en el castillo por dos días para aprender a andar otra vez. Por el maltrato que había recibido en el cepo y los grilletes, no podía caminar muy bien. Él estuvo en la cárcel por casi dos años, y no había visto la luz del sol durante un año y medio. Le asignaron un guardia que lo llevaría al mar. Entonces se despidió de todos del castillo, exhortándoles que se arrepintieran. Luego, el guardia llevó a Hans camino hacia el mar.
Después de dos días de viaje, el guardia se embriagó en una taberna de Niederdorf. En casa, en lugar de ir a su cama, se acostó en una mesa e inmediatamente se durmió como una bestia, y se cayó de la mesa. Cuando Hans vio esto, abrió la puerta del cuarto y de la casa, y cerrándolas con llave se fue.
De esta manera, Dios le ayudó a escapar de noche en el año 1559, y regresó con paz y gozo a la iglesia del Señor y a sus hermanos. Con esto podemos ver como Dios socorre y ayuda a sus hijos, y como Él, por medio de la fe firme que tienen sus hijos, puede dar paciencia y fuerza en el sufrimiento a los que se adhieren a Él de corazón.
MÁRTIRES DE 1557
Ministerio Mujeres en Victoria Somos siervas de Dios que trabajamos por la restauración integral del Cuerpo de Cristo y especialmente en la restauración de la mujer en todas las áreas
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