Acceso a Dios
Acceso a Dios. Hebreos 10.19-22 nos dice que podemos entrar confiadamente en el Lugar Santísimo por la sangre de Cristo. En el Antiguo Testamento, era el recinto íntimo del tabernáculo o del templo, donde moraba Dios sobre el arca del testimonio. El sumo sacerdote era el único que podía entrar en este lugar tan sagrado, y sólo podía hacerlo una vez al año para hacer expiación por sí mismo y por la nación. Después de una cuidadosa preparación con una liturgia sagrada, entraba con la sangre de un animal para rociarla sobre el propiciatorio.
Hoy día, la única razón por la que los cristianos pueden acercarse a Dios es porque, espiritualmente hablando, están cubiertos por la sangre de Jesús. Cuando Jesús ofreció su vida como un sacrificio por los pecados del mundo, el velo del templo —que separaba a Dios del pueblo— se rasgó en dos, de arriba abajo. Este hecho sobrenatural significaba la aceptación del Padre del sacrificio de Cristo, que abrió el camino a su presencia.
Puesto que nosotros nunca participamos en el sistema de sacrificios del Antiguo Testamento, solemos dar como cosa natural nuestro acceso al Señor. Ahora no hay necesidad de sacrificar un cordero cuando queremos acercarnos a Dios. Cada vez que entramos en la sala del trono del Padre en oración, es como si Jesucristo nos mirara y dijera: "Aquí está uno de los nuestros. La sangre ha sido aplicada".
Quienes no han aceptado ser cubiertos por la sangre de Cristo, no tienen ninguna seguridad de que Dios escuchará sus oraciones. Pero el Señor promete escuchar y responder las oraciones de sus hijos, quizás no exactamente de la manera que ellos esperan, pero siempre de acuerdo con su sabia y tierna voluntad.
Limpieza diaria. Como creyentes, somos declarados justos en el momento de la salvación, pero no somos perfectos en la práctica. Aunque hemos sido perdonados por todos los pecados pasados, presentes y futuros, aún tenemos necesidad de limpieza continua por la sangre de Cristo para mantener abiertas nuestras "líneas de comunicación" con el Señor. El pecado bloquea nuestros oídos, impidiéndonos escuchar su voz, y nos priva del poder para vivir como debemos hacerlo. Pero cada vez que venimos a Dios, y confesamos nuestros pecados, Él siempre nos perdona (1 Jn 1.7-9).
La sangre de Jesús es preciosa, porque Él es el único que pudo pagar el castigo por el pecado del hombre y satisfacer la justicia divina. Si Él no hubiera aceptado venir a la tierra a morir en nuestro lugar, toda la humanidad habría quedado separada para siempre de Dios. El Señor Jesús es nuestro abogado ante el Padre. Está como un abogado entre nosotros y el Juez, y obra a nuestro favor. Cuando el pecado se yergue para condenar, Cristo se levanta, y dice: "¡Es inocente! Éste está cubierto por mi sangre, y está justificado".