El gozo de la salvación
Un humilde monje franciscano se sintió guiado por Dios para ir a verla, y él también le fue de gran ayuda. Fue este franciscano el primero que la llevó a ver claramente la necesidad de buscar a Cristo por la fe y no mediante obras externas, como lo había estado haciendo hasta entonces. Instruida por él, llegó a comprender que la verdadera fe era un asunto del corazón y del alma, y no una simple rutina de deberes y observancias ceremoniales como supusiera. “En aquel momento me sentí profundamente herida por el amor de Dios –una herida tan indescriptible que deseé jamás fuera curada. Tales palabras trajeron a mi corazón aquello que venía buscando por tantos años; o sea, me hicieron descubrir lo que allí se hallaba, y que de nada me servía por falta de conocimiento... Mi corazón había cambiado; Dios se hallaba allí; desde aquel momento Él me había dado una experiencia de su presencia en mi alma, no simplemente como un objeto percibido en el intelecto por la aplicación de la mente, sino como algo realmente poseído de la manera más dulce posible. Pude sentir esas palabras de Cantares: ‘Tu nombre es como ungüento derramado; por eso las doncellas te aman’; pues percibí en mi alma una unción que, como un bálsamo saludable, sanó en un instante todas mis heridas.”
Madame Guyon tenía veinte años cuando recibió esta prueba definitiva de salvación por la fe en Cristo. Fue el 22 de julio de 1668. Después de esta experiencia, dijo: “Nada era más fácil ahora para mí que orar. Las horas pasaban fugazmente, en tanto yo nada podía hacer sino orar. La vehemencia de mi amor no me daba descanso.”
Algún tiempo después, ella podía decir: “Amo a Dios mucho más de lo que el amante más apasionado entre los hombres ama al objeto de su afecto terrenal”. “Este amor de Dios”, dice, “ocupaba mi corazón con tanta constancia y fuerza, que era muy difícil para mí pensar en otra cosa. Nada más me parecía digno de atención”. Agregó después: “Me despedí para siempre de las reuniones que frecuentaba, de los teatros y diversiones, de los bailes, de las caminatas sin propósito y de las fiestas de placer. Las diversiones y placeres tan considerados y estimados por el mundo, me parecían ahora tediosos e insípidos, de forma tal que me preguntaba cómo un día pude haberlos apreciado”.
Madame Guyon tuvo un segundo hijo en 1667, o sea, un año antes de pasar por la notable experiencia ya citada. Su tiempo estaba ahora ocupado en el cuidado de los hijos y la atención a los pobres y necesitados. Ella hacía que muchas jovencitas, hermosas pero pobres, aprendiesen un oficio, a fin de sentirse menos tentadas a llevar una vida de pecado. Hizo también mucho en beneficio de aquellas que ya habían caído en pecado. Con sus recursos, frecuentemente ayudaba a comerciantes y artesanos pobres a iniciar sus propios negocios. Y no cesaba de orar. En sus palabras: “Mi deseo de comunión con Dios era tan fuerte e insaciable que me levantaba a las cuatro de la mañana para orar”. La oración era el mayor deleite de su vida.
Las personas del mundo quedaban sorprendidas al ver a alguien tan joven, tan bella, tan intelectual, enteramente entregada a Dios. La sociedad amante del placer se sentía condenada por su vida, y procuraba perseguirla y ridiculizarla. Ni aun sus propios parientes la comprendían muy bien, y su suegra hacía todo para tornar su vida más difícil que nunca, logrando hasta cierto punto apartarla de su marido y su hijo mayor. Sin embargo, estas pruebas no la perturbaban tanto como lo hacían antes, pues ahora ella las consideraba como siendo permitidas por el Señor para mantenerla en humildad. Una tercera criatura, una hija, nació en 1669. Esta pequeña fue un gran consuelo para ella, aunque estaba destinada a dejarla en breve.
Madame Guyon


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