Por Charles Stanley
Permítame presentarle a Sara, una mujer que recibió a Cristo cuando era niña, y que ha tratado de
caminar con Él desde entonces. A pesar de que asiste fielmente a la iglesia y sirve al Señor de
diversas maneras, tiene un problema que la ha acosado durante los últimos veinte años. Es un
pecado que no puede controlar. Cada mañana, comienza el día con la promesa de no ceder a la
tentación. Pero en la noche baja la cabeza avergonzada y otra vez confiesa su fracaso al Señor.
Estos pensamientos siguen fluyendo en su mente: ¿Por qué no puedo vencer esto? ¿Qué pasa
conmigo? Pensé que la vida cristiana era diferente. Esta situación es muy común para muchos
creyentes. Sara tiene razón en una cosa: esta no es la manera como el Señor quiere que vivamos.
“Con Cristo estoy juntamente crucificado”, escribió el apóstol Pablo, “y ya no vivo yo, mas vive
Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios,
el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá 2.20).
Tal vez usted haya escuchado este versículo antes. E incluso, lo haya memorizado, pero
¿lo está viviendo? Puesto que esta es la clave de la vida cristiana fructífera,
necesitamos encontrar la manera de ponerla en práctica.
¿Qué significa estar crucificado con Cristo?
Antes de recibir a Cristo como Salvador, estábamos gobernados por la naturaleza de pecado. Pero,
cuando recibimos a Cristo, la autoridad del pecado sobre nosotros fue destruida. Aunque todavía
tenemos el mismo cuerpo, Jesús vive en nosotros por medio del Espíritu Santo. Lo que no podemos
hacer con nuestras propias fuerzas, el Espíritu lo hace por nosotros cuando nos rendimos a Él
(Ro 8.3, 4). La victoria sobre el pecado se logra al permitir que el poder de Cristo fluya en nosotros.