El escudo de la fe
Cuando los pensamientos, las inclinaciones y los sentimientos interiores son sujetados
como acabamos de verlo, y la marcha se caracteriza exteriormente por la justicia y la
paz, el alma puede blandir el escudo de la fe. No se trata tanto de la fe que acepta el
testimonio de Dios en cuanto a Cristo para la salvación del alma, sino más bien de
una confianza inquebrantable en el Dios de amor que es sin reserva “por nosotros”
(Romanos 8:31), y que se reveló como Padre en Cristo Jesús.
Cualquiera que tiene en alto ese escudo con semejante confianza, no se hará preguntas,
sino que “contra esperanza” (humana) creerá “en esperanza”(en Dios) (Romanos 4:18).
En esta ocasión experimentará que Dios lo ampara y lo protege, y que el alma que en Él
confía jamás se verá decepcionada (Salmo 91:1-5). La sencilla fe justifica a Dios y se
apoya en él; en realidad, Él es un escudo contra el cual todos los dardos de fuego del
maligno se apagan.
¡Cuán necesario es este escudo para el cristiano! Por un lado, este último puede mantenerse
en espíritu en los lugares celestiales; pero, por otro, en este mundo debe atravesar
diferentes circunstancias, pruebas, sufrimientos y aflicciones bajo la dirección de Dios
que los permite. A menudo, Satanás utiliza el carácter insondable de los caminos de Dios
para llenar nuestro corazón de desconfianza para con Él, y para suscitar en nosotros la duda
en cuanto a su amor, su fidelidad y sus cuidados. También intenta quebrantar nuestra
confianza en la veracidad y la confiabilidad de su Palabra, y otras cosas semejantes. Todo
aquello que nos aleja de Dios y de nuestras bendiciones celestiales en Cristo le gusta.
La fe pone a Dios entre ella y las circunstancias, así como todo aquello que pudiera
inquietarla. Abram pudo decir: “He alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo, creador de
los cielos y de la tierra”. Y Dios le respondió: “No temas, Abram; yo soy tu escudo, y tu
galardón será sobremanera grande” (Génesis 14:22; 15:1). Si resistimos al diablo, hallará
a Cristo en nosotros y huirá.
¿Cómo es posible que los dardos del maligno penetren en el corazón del creyente y lancen
en él, como fuego ardiente, la duda y la angustia? Porque olvidó no sólo tomar el escudo,
sino también el cinturón, la coraza y el calzado. Quizás uno comience a desviar los ojos de
la contemplación de Cristo glorificado, llevado por muchas distracciones de este mundo.
Entonces, el corazón no está más en la luz, sino que sigue el impulso de los
pensamientos y las inclinaciones naturales, o aun “los deseos carnales que batallan
contra el alma” (1 Pedro 2:11). A partir de ese momento, no es protegido contra los
dardos de fuego del maligno. Pues, cuando la íntima comunión con Dios es interrumpida,
¿cómo podemos elevar los ojos llenos de confianza hacia Él? La confianza se apoya en
Dios. No halla su fuente en la marcha, sino que una marcha fiel es el terreno en el cual progresa.
Cobremos aliento al pensar en nuestro Señor quien, como sumo sacerdote y abogado en
el cielo, intercede constantemente por nosotros. Intercede para que permanezcamos en
estado de combate, y en caso de caída podamos de nuevo revestir toda la armadura
y volver a tomar nuestro lugar en el combate.