Desde la muerte de su padre tres años antes, la familia de Roberto había luchado por subsistir. A pesar de los esfuerzos de su mamá, nunca había suficiente para todos. La pobre mujer trabajaba el turno de la noche en el hospital, pero lo poco que ganaba no le alcanzaba para más que lo estrictamente necesario.
Lo que le faltaba en lo material a la familia de Roberto, lo compensaba en amor y unidad familiar. Tanto sus dos hermanas mayores como su hermana menor ya le habían hecho a su mamá un lindo regalo de Navidad.
«No era justo», pensaba Roberto, que tenía apenas seis años de edad. Ya era Nochebuena, y él no tenía absolutamente nada que darle a su mamá.
Procurando contener las lágrimas, se encaminó hacia la calle donde él había visto tiendas. Pasó por una tienda tras otra y contempló las vidrieras decoradas. Cada una mostraba regalos que él jamás podría comprar.
Al caer la noche, Roberto se dio vuelta, cabizbajo, para volver a casa, y notó de pronto el reflejo del sol poniente en una moneda que brillaba en la acera.
¡Nadie jamás se sintió tan rico como Roberto al recoger esa moneda!
Con su nuevo tesoro en la mano, entró alegre en la primera tienda que vio. Pero su ánimo decayó tan pronto como el vendedor le explicó que allí no podía comprar nada con una sola moneda.
Así que fue a una florería que vio en frente, e hizo cola detrás de unos clientes. Cuando le llegó el turno a Roberto, el dueño del establecimiento le preguntó.
—¿En qué puedo servirle, jovencito?
Roberto le mostró la moneda y le preguntó si eso le alcanzaba para comprar una flor para su mamá como regalo de Navidad. El comerciante lo miró con ternura, se agachó para estar a su nivel y le dijo:
—Espera aquí un momento, que voy a ir a ver si hay algo que pueda servirte.
Ante el asombro de Roberto, el dueño regresó al rato con una docena de rosas rojas con hojas verdes y florecitas blancas atadas con un lindo lazo plateado.
—Ahora sí me puedes dar la moneda que tienes en la mano, jovencito —le dijo el hombre—. Imagínate que tenía estas rosas a un precio rebajado, ¡la docena por una sola moneda! ¡Menos mal que llegaste a tiempo para comprarlas; si no, nadie hubiera aprovechado esta magnífica oferta!
Roberto le dio las gracias y le pagó, dando saltos de alegría por dentro. El hombre le abrió la puerta y, mientras el emocionado niño salía con su docena de rosas, le dijo: «¡Feliz Navidad, hijo!»
Más tarde el conmovido dueño le contó a su esposa lo sucedido:
—Esta mañana, antes de abrir el local, percibí como que una voz me decía que apartara una docena de mis mejores rosas para un regalo especial. No sabía por qué, pero lo hice. Luego, antes de cerrar, un niño entró con la intención de comprarle a su mamá una flor con una sola monedita. Ese niño era como yo hace muchos años. Yo tampoco tenía nada con qué comprarle un regalo de Navidad a mi madre. Pero un desconocido me vio en la calle y me dijo que sentía que debía darme dinero. ¡Era más que suficiente para comprarle un regalo a mamá!
»Cuando vi a ese niño esta noche, supe de Quién era esa voz, así que fui y le arreglé aquellas rosas.
Lo cierto es que el dueño de aquella florería las estaba arreglando para Jesucristo mismo, el que cumplía años. Pues fue Cristo quien dijo:
«Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí.» Mateo 25:1.
Atte_Marjorie Anabell
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