Según el libro The Celtic Way of Evangelism (El método celta de evangelización), de George H. Hunter III,
el monasterio era un lugar donde las personas aprendían a “amar con profundidad, poder y compasión
en la misión cristiana”. Como santuarios del mundo exterior, estos humildes recintos eran lugares
donde la gente podía desarrollar un sentido de pertenencia al entender quién era Jesús. En realidad, la
fe no era una condición previa para ser parte de la comunión en la comunidad.
Esta clase de hospitalidad era vital para los esfuerzos de evangelización a los celtas, esfuerzos moldeados
por las palabras del Señor Jesús en Mateo 25.35, 36: “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed,
y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo,
y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí”.
Cada monasterio se guiaba por el principio de que las puertas debían permanecer abiertas. Cuando
alguien llegaba, un creyente de la comunidad —con frecuencia el abad mismo— estaba allí para
saludarle, conversar con esa persona y luego lavar la suciedad que había en sus cansados pies por
el camino recorrido. Después se le daba una comida caliente, y luego el huésped era llevado
a una habitación en la que había una cama limpia.
Posteriormente, el visitante era invitado a pasar tiempo con el grupo realizando algunas tareas,
y participando en momentos de oración, estudio de la Biblia y adoración. También se le enseñaba
a leer para que pudiera explorar la Palabra por sí solo, y se le asignaba una pareja, un anam cara
o “amigo del alma”, ante quien era espiritualmente responsable, y con quien podía crecer en la fe.
El propósito era que, al ver la vida cristiana de forma directa, la persona pudiera, poco a poco, llegar a
entender y a recibir el ofrecimiento de salvación de Jesús. En vez de requerir la conversión antes de la
comunión fraternal, los cristianos celtas apelaban al corazón de las personas. Ellos creían en la
ayuda a los demás, para que éstos tuvieran un encuentro con Dios de una manera natural, porque
consideraban que esa era la forma mediante la cual aceptarían verdaderamente el evangelio.
Gracias a este método, los monasterios se convertían en la fuerza motriz para ganar almas, y donde
se hacían y se fortalecían los creyentes. Con el tiempo, los convertidos podían quedarse en ellos
para enseñar a otros, o volver al mundo como peregrinati, que se traduce como “peregrinos”. Estos
evangelistas itinerantes viajaban por toda Irlanda, y llegaron a lugares tan remotos como Islandia, Polonia,
y la Península de Crimea, contando la historia de Jesucristo.
Acercamiento
A pesar de lo maravilloso que es alcanzar al prójimo con las buenas nuevas del evangelio,
algunas comunidades
no cuentan con personas dispuestas a ser sal y luz para los no creyentes. Es por esto que nuestras
comunidades deben ser también como la de aquellos testigos de Cristo en Irlanda, que llevaron la fe a
zonas que aún no aparecían en ningún mapa.
Dondequiera que se detenían, los cristianos celtas dedicaban tiempo para conocer a las personas. Esta
disposición de relacionarse con los demás los llevó a incorporar elementos de la cultura irlandesa que
honraban a Dios. Por ejemplo, reacondicionaban los lugares de culto pagano para dedicarlos a otros usos,
en vez de eliminarlos. Esto permitía a los nuevos creyentes adorar al Creador en vez de lo creado, en los
espacios que ya veneraban. También aprovechaban el amor de los celtas por la narración de historias y la
poesía, para compartirles las Sagradas Escrituras por medio de versos y relatos. A esto se refería el apóstol
Pablo en lo referente a la predicación del evangelio, cuando escribió: “A todos me hecho de todo,
para que de todos modos
por Jamie A. Hughes
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