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De: Marita777  (Mensaje original) Enviado: 28/04/2013 13:58

 

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Inclínese por la vida


 

 

Experimentar la vida de la primavera espiritual solo es posible si primero 
aceptamos la llegada del invierno.

por Winn Collier

Lo que más me gusta de nuestra casa es su balcón delantero, debido a su vista panorámica del collado de Carter, una de las zonas montañosas que yace junto a la propiedad de Monticello, donde está la que fue la residencia de Thomas Jefferson.

Toda la zona ofrece un vívido follaje, con viñedos verdes y un manzanal que cubre amplias franjas de la montaña. Nuestro pequeño portal proporciona una posición privilegiada con espacio para dos sillas y una mesa con velas parpadeantes durante las noches. No se necesita mucho espacio para sentarse con la persona que uno ama, pensar en cómo fue el día y admirar todo el esplendor que nos rodea. Para Miska y para mí, este es nuestro espacio sagrado. Durante los meses cálidos, nuestro ritual del ocaso incluye dos tazas humeantes de té y una buena conversación, mientras disfrutamos de la montaña que nos vigila.

Sin embargo, muy pronto llega inevitablemente el invierno, y con éste, la muerte. El aire se vuelve frío. Las plantas de nuestra terraza posterior se marchitan. Cada día, la luz se desvanece más rápido. Las hojas, que apenas unos días antes pintaban a la montaña de brillantes colores rojo, anaranjado y amarillo, se vuelven marrones, frágiles y caen sin vida al suelo. Ellas, también, debe haber escuchado las palabras de la Biblia: “Polvo eres, y al polvo volverás” (Gn 3.19). El invierno nos recuerda que no podemos aferrarnos a algo para siempre, pues ellas mueren.

Cuando el otoño llega a su fin, guardamos en cajas las velas y susurramos un adiós a nuestro ritual y a la montaña. El paisaje que nos rodea se hunde en un profundo sueño. Después de varios meses de hibernación, uno difícilmente es capaz de recordar los radiantes colores, las fragancias maravillosas, la montaña llena de vida.

Todos sufrimos inviernos en nuestras vidas: esos períodos de esterilidad donde la alegría es difícil de alcanzar, donde lo gris llena los días. En los inviernos debemos batallar; descubrimos el dolor singular que resulta de reconocer que la bendición se marcha demasiado pronto; que las esperanzas titubean; que las relaciones, los matrimonios y las profesiones no son indestructibles. Cuando nos sentamos con una madre que ha perdido a su hijo, o caminamos con un amigo cuya vida se ha derrumbado inexplicablemente, reconocemos la insensatez de haber pensado siempre que teníamos el control. Los meses fríos son inevitables. Lamentablemente, la muerte también es inevitable. La pregunta es: ¿Qué vamos a hacer con nuestros inviernos?

La mayoría de los jardineros le dirán que el invierno es el momento perfecto para preparar el terreno para la primavera. No soy jardinera en absoluto, pero he aprendido a escuchar cada vez que los jardineros hablan. El invierno, según me han dicho, es cuando uno poda las ramas muertas. Es cuando se le da atención a los arbustos enfermos y a la mala hierba. En el invierno se planifica el jardín para la estación que vendrá después. Debido a que los tulipanes y los azafranes necesitan hibernar en la fría tierra antes de que puedan emerger brillantes cuando llegue la primavera, los meses fríos proporcionan la oportunidad para que saquemos la pala y cavemos la tierra. Esta es la estación en que nos dedicamos a esperar ansiosamente lo que vendrá, cuando nos permitimos desear que la primavera y la nueva vida florezcan.

Sin embargo, esto puede ser algo riesgoso. El deseo es peligroso. Cada vez que nos permitimos tener esperanzas, nos abrimos inevitablemente a la posibilidad de sufrir un desengaño. Para no arriesgarnos, muy fácilmente firmamos la paz con la muerte que enfrentamos o con la angustia que experimentamos. Algunos nos volvemos cínicos, cortando la alegría antes de que ésta pueda surgir. Algunos nos desanimamos, suponiendo que Dios no va a actuar a favor de nosotros. Algunos nos entregamos a placeres minúsculos y egoístas, pensando que hay que agarrar todo lo que podamos, en vez de confiar en Dios para llegar al destino con algo mucho mejor. Desear a Dios es confiar en Dios.

El teólogo del siglo V, Agustín [de Hipona], veía a la oración como una forma de ocuparnos de nuestros inviernos y de avivar nuestros deseos. Enseñaba que el esfuerzo de la oración servía como un ejercicio para “alimentar nuestros deseos”. La oración (y la fiel paciencia que la acompaña) nos concede el aislamiento necesario para que observemos con atención la actividad divina. Los caminos de Dios son, con frecuencia, desgraciadamente lentos según nuestras apresuradas normas, pero el dirigir nuestros corazones hacia Él, nos orienta a su realidad. Al igual que la viuda persistente, simplemente seguimos tocando, seguimos pidiendo, y seguimos esperando. Puede parecer como si nada estuviera pasando, pero algo está sucediendo en nosotros. Nuestro anhelo de que Dios actúe, crece con cada oración.

El proceso hacia la santidad es lento. Pocas cosas se prolongan tanto como el invierno. Sin embargo, esta larga espera, aparentemente inútil, es un regalo. Nuestra alma necesita espacio de modo que esté lista para recibir la respuesta, lista para recibir a Dios. Tal como escribió Agustín en una carta dirigida a su amigo Proba: “El regalo [de Dios] es, en verdad, muy grande, pero nuestra capacidad para recibirlo es demasiado pequeña y limitada”. En el invierno, Él nutre el suelo de nuestro corazón para poder darnos nueva vida en abundancia.

Dios no quiere simplemente llevar a cabo transacciones con nosotros, sirviendo como una especie de máquina expendedora. Por el contrario, Él quiere transformar nuestros corazones, llenándonos de vida nueva. Según el salmista, Dios anhela concedernos los deseos de nuestro corazón (Sal 37.4). Pero si Él va a llenar el lugar de nuestro deseo más profundo, tenemos que experimentar el dolor que acompaña a ese deseo. Para poder recibir la vida, tenemos que saber lo que es morir.

Jesús nos enseñó esta verdad una y otra vez: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere,” dijo Jesús, “queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Jn 12.24). Haciéndose eco de esta línea de pensamiento, el jardinero y teólogo Vigen Guroian lo dice de esta manera en su libro Inhering Paradise: Reflections on Gardening (La herencia del paraíso: Reflexiones en cuanto a la jardinería): “No hay éxtasis si primero no hay agonía”.

Lo hermoso, sin embargo, es que con Dios no hay, en realidad, éxtasis, porque nuestros deseos más genuinos se cumplen en Él. La primavera sigue siempre al invierno. Y cuanto más hayamos sentido la tristeza de éste, su frialdad, su melancolía o sus frustraciones, más preparados estaremos para recibir el gozo que se desborda. Como nos recuerda Guroian: “Todo jardinero cristiano experimentado sabe que hay una primavera espiritual que llega tan ciertamente como la primavera de la naturaleza”.

Cada año, recuerdo que la Semana Santa llega en la primavera. La cruz fue la aflicción de Dios, pero la Resurrección fue, sin duda, su gozo. Tenemos que pasar por la realidad de la muerte, pero el gran placer de Dios es darnos vida, una vida gozosa y abundante.

Cuando los días se vuelven cálidos y los árboles dejan al descubierto sus primeros brotes verdes, Miska y yo sabemos que regresaremos pronto a nuestras tardes en el balcón. Una vez más, veremos al collado de Carter estallar con nueva vida. Esta letanía anual sirve como modelo para nuestras relaciones, nuestros intereses, nuestra vida con nuestros seres queridos, nuestro camino espiritual. Hay inviernos cuando todo parece débil o efímero. Pero hay que observar y esperar… porque vendrá la primera. Vendrá la vida. ¡Regocíjese por ella!

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Respuesta  Mensaje 2 de 2 en el tema 
De: Marjorie Vega A Enviado: 29/04/2013 00:25



 
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