Experimentar la vida de la primavera espiritual solo
es posible si primero
aceptamos la llegada del invierno.
por Winn
Collier
Lo que más me gusta de nuestra
casa es su balcón delantero, debido a su vista
panorámica del collado de Carter, una de las zonas
montañosas que yace junto a la propiedad de
Monticello, donde está la que fue la residencia de
Thomas Jefferson.
Toda la zona ofrece un vívido
follaje, con viñedos verdes y un manzanal que cubre
amplias franjas de la montaña. Nuestro pequeño
portal proporciona una posición privilegiada con
espacio para dos sillas y una mesa con velas
parpadeantes durante las noches. No se necesita
mucho espacio para sentarse con la persona que uno
ama, pensar en cómo fue el día y admirar todo el
esplendor que nos rodea. Para Miska y para mí, este
es nuestro espacio sagrado. Durante los meses
cálidos, nuestro ritual del ocaso incluye dos tazas
humeantes de té y una buena conversación, mientras
disfrutamos de la montaña que nos vigila.
Sin embargo, muy pronto llega
inevitablemente el invierno, y con éste, la muerte.
El aire se vuelve frío. Las plantas de nuestra
terraza posterior se marchitan. Cada día, la luz se
desvanece más rápido. Las hojas, que apenas unos
días antes pintaban a la montaña de brillantes
colores rojo, anaranjado y amarillo, se vuelven
marrones, frágiles y caen sin vida al suelo. Ellas,
también, debe haber escuchado las palabras de la
Biblia: “Polvo eres, y al polvo volverás” (Gn 3.19).
El invierno nos recuerda que no podemos aferrarnos a
algo para siempre, pues ellas mueren.
Cuando el otoño llega a su
fin, guardamos en cajas las velas y susurramos un
adiós a nuestro ritual y a la montaña. El paisaje
que nos rodea se hunde en un profundo sueño. Después
de varios meses de hibernación, uno difícilmente es
capaz de recordar los radiantes colores, las
fragancias maravillosas, la montaña llena de vida.
Todos sufrimos inviernos en
nuestras vidas: esos períodos de esterilidad donde
la alegría es difícil de alcanzar, donde lo gris
llena los días. En los inviernos debemos batallar;
descubrimos el dolor singular que resulta de
reconocer que la bendición se marcha demasiado
pronto; que las esperanzas titubean; que las
relaciones, los matrimonios y las profesiones no son
indestructibles. Cuando nos sentamos con una madre
que ha perdido a su hijo, o caminamos con un amigo
cuya vida se ha derrumbado inexplicablemente,
reconocemos la insensatez de haber pensado siempre
que teníamos el control. Los meses fríos son
inevitables. Lamentablemente, la muerte también es
inevitable. La pregunta es: ¿Qué
vamos a hacer con nuestros inviernos?
La mayoría de los jardineros
le dirán que el invierno es el momento perfecto para
preparar el terreno para la primavera. No soy
jardinera en absoluto, pero he aprendido a escuchar
cada vez que los jardineros hablan. El invierno,
según me han dicho, es cuando uno poda las ramas
muertas. Es cuando se le da atención a los arbustos
enfermos y a la mala hierba. En el invierno se
planifica el jardín para la estación que vendrá
después. Debido a que los tulipanes y los azafranes
necesitan hibernar en la fría tierra antes de que
puedan emerger brillantes cuando llegue la
primavera, los meses fríos proporcionan la
oportunidad para que saquemos la pala y cavemos la
tierra. Esta es la estación en que nos dedicamos a
esperar ansiosamente lo que vendrá, cuando nos
permitimos desear que la primavera y la nueva vida
florezcan.
Sin embargo, esto puede ser
algo riesgoso. El deseo es peligroso. Cada vez que
nos permitimos tener esperanzas, nos abrimos
inevitablemente a la posibilidad de sufrir un
desengaño. Para no arriesgarnos, muy fácilmente
firmamos la paz con la muerte que enfrentamos o con
la angustia que experimentamos. Algunos nos volvemos
cínicos, cortando la alegría antes de que ésta pueda
surgir. Algunos nos desanimamos, suponiendo que Dios
no va a actuar a favor de nosotros. Algunos nos
entregamos a placeres minúsculos y egoístas,
pensando que hay que agarrar todo lo que podamos, en
vez de confiar en Dios para llegar al destino con
algo mucho mejor. Desear a Dios es confiar en Dios.
El teólogo del siglo V,
Agustín [de Hipona], veía a la oración como una
forma de ocuparnos de nuestros inviernos y de avivar
nuestros deseos. Enseñaba que el esfuerzo de la
oración servía como un ejercicio para “alimentar
nuestros deseos”. La oración (y la fiel paciencia
que la acompaña) nos concede el aislamiento
necesario para que observemos con atención la
actividad divina. Los caminos de Dios son, con
frecuencia, desgraciadamente lentos según nuestras
apresuradas normas, pero el dirigir nuestros
corazones hacia Él, nos orienta a su realidad. Al
igual que la viuda persistente, simplemente seguimos
tocando, seguimos pidiendo, y seguimos esperando.
Puede parecer como si nada estuviera pasando, pero
algo está sucediendo en nosotros. Nuestro anhelo de
que Dios actúe, crece con cada oración.
El proceso hacia la santidad
es lento. Pocas cosas se prolongan tanto como el
invierno. Sin embargo, esta larga espera,
aparentemente inútil, es un regalo. Nuestra alma
necesita espacio de modo que esté lista para recibir
la respuesta, lista para recibir a Dios. Tal como
escribió Agustín en una carta dirigida a su amigo
Proba: “El regalo [de Dios] es, en verdad, muy
grande, pero nuestra capacidad para recibirlo es
demasiado pequeña y limitada”. En el invierno, Él
nutre el suelo de nuestro corazón para poder darnos
nueva vida en abundancia.
Dios no quiere simplemente
llevar a cabo transacciones con nosotros, sirviendo
como una especie de máquina expendedora. Por el
contrario, Él quiere transformar nuestros corazones,
llenándonos de vida nueva. Según el salmista, Dios
anhela concedernos los deseos de nuestro corazón
(Sal 37.4). Pero si Él va a llenar el lugar de
nuestro deseo más profundo, tenemos que experimentar
el dolor que acompaña a ese deseo. Para poder
recibir la vida, tenemos que saber lo que es morir.
Jesús nos enseñó esta verdad
una y otra vez: “Si el grano de trigo no cae en
tierra y muere,” dijo Jesús, “queda solo; pero si
muere, lleva mucho fruto” (Jn 12.24). Haciéndose eco
de esta línea de pensamiento, el jardinero y teólogo
Vigen Guroian lo dice de esta manera en su libro Inhering
Paradise: Reflections on Gardening (La
herencia del paraíso: Reflexiones en cuanto a la
jardinería): “No hay éxtasis si primero no hay
agonía”.
Lo hermoso, sin embargo, es
que con Dios no hay, en realidad, éxtasis, porque
nuestros deseos más genuinos se cumplen en Él. La
primavera sigue siempre al invierno. Y cuanto más
hayamos sentido la tristeza de éste, su frialdad, su
melancolía o sus frustraciones, más preparados
estaremos para recibir el gozo que se desborda. Como
nos recuerda Guroian: “Todo jardinero cristiano
experimentado sabe que hay una primavera espiritual
que llega tan ciertamente como la primavera de la
naturaleza”.
Cada año, recuerdo que la
Semana Santa llega en la primavera. La cruz fue la
aflicción de Dios, pero la Resurrección fue, sin
duda, su gozo. Tenemos que pasar por la realidad de
la muerte, pero el gran placer de Dios es darnos
vida, una vida gozosa y abundante.
Cuando los días se vuelven
cálidos y los árboles dejan al descubierto sus
primeros brotes verdes, Miska y yo sabemos que
regresaremos pronto a nuestras tardes en el balcón.
Una vez más, veremos al collado de Carter estallar
con nueva vida. Esta letanía anual sirve como modelo
para nuestras relaciones, nuestros intereses,
nuestra vida con nuestros seres queridos, nuestro
camino espiritual. Hay inviernos cuando todo parece
débil o efímero. Pero hay que observar y esperar…
porque vendrá la primera. Vendrá la vida.
¡Regocíjese por ella!