La vida en Cristo está acompañada por su propio léxico; son palabras que tienen que ver con las muchas verdades y prácticas de nuestra fe. Sin embargo, utilizamos estas palabras con tanta frecuencia y familiaridad, que corremos el riesgo de decirlas mecánicamente, sin ningún significado ni convicción. En esta nueva columna que hemos iniciado, esperamos recuperar la esencia de nuestro vocabulario cristiano, con el potencial que tiene de dar vida. —El personal de En Contacto
Señor y Salvador. Repetimos con frecuencia estas dos palabras al hablar de Jesús, y por una buena razón: la Biblia lo identifica con ambos términos, y ellos son esenciales para una adecuada comprensión de lo que significa tener una relación con Dios. A pesar de que a menudo los usamos conjuntamente, Señor y Salvador no son sinónimos. Cada uno comunica algo esencial acerca de Cristo y de su papel en nuestras vidas. Y de lo que quizás no nos damos cuenta, es que estas palabras dicen mucho, tanto de Él, como de nosotros.
Señor
Generalmente utilizamos la palabra “Señor” como una manera de identificar a Jesús como el soberano y guía de nuestras vidas. Como sus seguidores, nos esforzamos por obedecer sus mandamientos y los impulsos del Espíritu Santo, renunciando a nuestra voluntad en favor de obedecer la suya. Otra forma de entender el término es pensar en Cristo como nuestro dueño, aquel a quien nosotros, los siervos, pertenecemos. La aplicación de ese título a Jesucristo implica que hemos decidido someternos completamente a Él, a su dirección y a su plan.
Sin embargo, si no somos cuidadosos, podemos dejar que nuestro discernimiento se detenga aquí. Hacemos de Jesucristo sólo un jefe que nos dice qué hacer y cuándo hacerlo. Pero la realidad más profunda es que Cristo es la autoridad, porque es primeramente el autor de nuestra existencia.
La Biblia nos dice que el Hijo de Dios creó todas las cosas, y que en Él todas las cosas subsisten (Neh 9.6; Col 1.17). La comprensión de esta verdad cambia nuestra forma de ver sus mandamientos y su enseñanza. En vez de pensar en ellos como un sistema externo de leyes y de reglas, llegamos a reconocer que sus mandamientos son declaraciones en cuanto a la realidad de la existencia. Para decirlo de otra manera, puesto que la autoridad de Jesús está ligada a su papel como Creador, sus decretos no deben compararse con la “ley de la tierra”, sino con las leyes de la física. Si éstas nos dicen cómo actuar, es porque primero nos dicen cómo han sido diseñadas las cosas para que funcionen.
Jesús mismo es la definición final y la fuente de la realidad y la verdad. Por esta razón, obedecerle es la única manera de experimentar la vida como es y debe ser ella realmente, “porque en él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hch 17.28).
Salvador
Al igual que “Señor”, la palabra “Salvador” contiene también un elemento de decisión, pero esta vez por parte de Cristo. En el huerto de Getsemaní, Jesús es descrito (con sus propias palabras) como “angustiado” y “muy triste, hasta la muerte” (Mt 26.37, 38). Sin embargo, a pesar de sus sentimientos, oró, reconociendo tres veces que obedecería la voluntad de su Padre en vez de la suya (vv. 39, 42, 44).
Jesús se mantuvo firme en el propósito que tuvo su venida a la Tierra, y fue claro al expresarlo: Estuvo aquí para “salvar lo que se había perdido” (18.11). Al asociar su muerte con el perdón de los pecados (26.28), Él dijo a sus discípulos: “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (20.28). Pablo dice también en sus epístolas que el sacrificio de Jesús fue una decisión deliberada, utilizando las frases: “se humilló a sí mismo”, “haciéndose obediente”, y “por amor a vosotros se hizo pobre, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (Fil 2.8; 2 Co 8.9).
Pero, por extensión, la palabra “Salvador” tiene también implicaciones para nosotros. Da a entender no solamente nuestro reconocimiento de que necesitamos ser salvados de algo, sino también nuestra sujeción, es decir, la confianza en la expiación de Cristo a favor nuestro. La Biblia lo identifica a Él como “el Salvador del mundo”, que “quiere que todos los hombres sean salvos” (Jn 4.42; 1 Ti 2.4). Pero subraya que la fe debe preceder a la salvación (Jn 10.9; Ro 10. 9, 13). Aunque es infinitamente más costosa, la transacción espiritual puede ser comparada con un cheque de un millón de dólares hecho a favor de usted, pero que no le es de ningún beneficio hasta que lo acepte.
Reconocer a Cristo como Salvador significa, en esencia, estar de acuerdo con Él en cuanto a que necesitamos ser salvados de nuestro pecado y de nuestra naturaleza pecaminosa. En otras palabras, no es simplemente nuestra conducta la que necesita un ajuste (algo que, en realidad, podríamos ser capaces de lograr con una buena dosis de fuerza de voluntad). En vez de eso, necesitamos un arreglo completamente diferente: una regeneración y una renovación que solamente Dios puede producir (Tit 3.4-7; 2 Co 2.5, 17).
Entendamos que el pecado separa al hombre de su Creador. Dios no tenía que salvarnos de esa situación desesperada, pero decidió hacerlo porque nos ama y quiere tener una comunión permanente con nosotros que se extiende por toda la eternidad. Llamarlo “Señor” y “Salvador” es nuestro agradecido reconocimiento de quién es Él, lo que ha hecho por nosotros, y su legítima posición de autoridad en nuestra vida.