Pero el sábado es distinto. Viene de muy lejos, con sol a las espaldas y extrañas músicas entre los dientes endurecidos de la madrugada.
Todos le miran y él sonríe. Pisa la tierra y la acaricia; el eco alarga la estela de su paso, tal un barco abriéndose caminos en el agua.
Es como un muchacho, con las manos metidas en los chorros de la mañana, que abre los ojos de cristal y asombro al vuelo de la luz desazulada.
El sábado es distinto, sí. De pronto, el aire se hace mármol en la escarcha del alto cielo, y una voz se enciende poderosa, como una gran campana.
Todo parece nuevo, repentino, ¡hasta aquella alegría de las almas que nadie sabe quién echó en la hondo del charco amargo de las lágrimas!…
No es como los demás días. Trae al menos algo que el hombre ha perseguido siempre, sin mirar a los cielos, apretándose el corazón con esperanzas:
Unas monedas y el silencio, cuando la tarde pliega sus banderas. Todo el amor, de pronto, rescatado al yunque ya las nieblas.
Y una música antigua y un camino para perderse.
Victoriano Cremer
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