Cuando lo leí me pareció una noticia sorprendente: en un hospital público del sur de la Florida había desaparecido medio centenar de ampollas de Botox, un sucedáneo sintético del veneno de serpiente que infinidad de mujeres se inyectan en el rostro para mantenerlo terso como un papel pintado.
Uno creería que algún truhán había aprovechado un momento de descuido para robar los opiáceos que desde siempre han hecho furor en el mercado negro al que acuden los que viven enganchados en los paraísos artificiales. O tal vez se trataba de un hurto de valiosos medicamentos o vacunas para, en plan Robin Hood, salvar la vida de gente necesitada que no puede permitirse el lujo de pagar los escandalosos precios de las medicinas en Estados Unidos.
Pero esas son especulaciones más propias de una mente intoxicada por las novelas y el cine, que por la inquietante realidad de un paisaje lleno de semblantes instalados en un permanente gesto de inmóvil asombro por los botox y mullidos colágenos. Al tráfico subterráneo de estupefacientes le ha salido un duro competidor: el de los que lucran vendiendo y aplicando clandestinamente unas sustancias que prometen la apariencia de la juventud eterna a quienes les producen espanto las vivencias que narran las arrugas.
En los salones de muchos hogares grupos de mujeres conjuran la parálisis del paso del tiempo con inyecciones de Botox que se reparten con la alegría de quien acaba de adquirir un juego de envases Tupperwear. Atrás quedó aquel sonoro reclamo de "Avon llama a tu puerta", y el ding-dong del timbre de un idílico hogar. No, ahora es "El Botox llama a tu puerta", acompañado del suministrador que en algún dispensario ha birlado la codiciada mercancía. Las señoras aguardan, ansiosas, en el aquelarre de jeringuillas y afeites.
Creo recordar que lo vi en uno de los hilarantes sketches de Saturday Night Life: un médico le notifica a una pareja que un familiar ha muerto. A todos sorprende el gesto hierático de la mujer, incapaz de trasmitir emoción alguna ante el trágico hecho. La señora aclara que su médico se había excedido con la dosis de Botox; con las cejas trepadas en la sien, el exagerado rostro de la comediante es el de una tabla rasa. Exenta de expresión en el irreal vacío de un lienzo sin rugosidades.
Lo que me trae, de nuevo, al cine y las texturas que desde la gran pantalla nos trasmiten la veracidad o no de las historias. Precisamente unos días atrás vi Fair Game, un filme sobre las secuelas de la Era Bush al estilo de Todos los hombres del presidente. Los actores eran Naomi Watts y Sean Penn, y en cada uno de sus gestos, casi siempre crispados por la tensión política, en las frentes de los protagonistas se dibujaban las líneas de la preocupación y del temor. Incluso del amor y el desamor en los momentos más bajos del matrimonio que interpretan. Las de la magnífica actriz australiana eran más finas y las de Penn eran tan marcadas como su talento natural para meterse en la piel de los personajes. Si estos dos famosos artistas de Hollywood hubiesen recurrido al efecto Kabuki del Botox, ninguna de sus emociones habría sido igual.
Los jefes de los sangrientos Carteles matan y mueren por la distribución global de drogas duras y blandas. Entretanto, otros "pushers", cuyos clientes son adictos al anti-aging, suministran dosis de Botox robado en happenings donde lo mismo instalan cemento en las nalgas o inflan los labios como globos con helio. Lo que está claro es que ya nadie quiere morirse con el ceño fruncido.-
|