Algunos cactus tienen una forma de reproducirse digna de una obra de ingeniería. Desde distintos puntos de sus hojas alargadas emancipan pequeñas formas arrepolladas, que cuando están listas caen sin resentimiento al piso que les toque. Como la fábula bíblica algunos en la piedra, otros en la arena, otros en la tierra fértil. Todos son distintos ¿Tienen un nombre antes o después de desprenderse de la hoja madre? Los que caen en piedra mueren boqueando al lado de los que logran inmiscuir sus raíces en el piso.
La planta inmutable ni inclina una hoja para ver que pasa. Es una con el universo. No duda.
Otros cactus desarrollan hijos que crecen de su propio ser, como continuaciones informes de los brazos que no tienen. Los hijos llegan a lo más alto y desde allí, sí ven el horizonte.
Como pollitos, los hijos de los más pinchudos, se arremolinan en torno a su madre.
Detrás de sus feroces púas dobles se esconden los sensibles de alma, incomprendidos que se defienden antes de preguntar quién viene.
En el fondo arenoso sobreviven los moribundos de varias batallas perdidas. Se aferran a la vida empecinadamente. Protegen sus hojas feas como tesoros indescifrables a la espera de que mejores tiempos los conviertan en cenicienta.
Matemática universal, códigos y retruécanos del destino. Intérpretes silenciosos de una sinfonía milenaria y al alcance de la mano, nos cuentan sus secretos a los torpes humanos que somos y que lloramos por las cuentas del almacén.
Asustados y chismosos contabilizamos las muertes que no nos tocan aún. Vecinas atropelladas, nos juntamos acobardados en la punta de la esquina para regodearnos de nuestra suerte. Miserable.
Allá en el patio, los cactus viven y mueren, sin gritos entre las macetas viejas.