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Respuesta  Mensaje 1 de 2 en el tema 
De: abjitacbsa  (Mensaje original) Enviado: 15/04/2011 18:50
Mi vida sexual comenzó temprano, más o menos a los cinco años, en el kindergarten de las monjas ursulinas, en Santiago de Chile.
Supongo que hasta entonces había permanecido en el limbo de la inocencia, pero no tengo recuerdos de aquella prístina edad anterior al sexo.
Mi primera experiencia consistió en tragarme casualmente una pequeña muñeca de plástico.
-Te crecerá adentro, te pondrás redonda y después te nacerá un bebé -
me explicó mi mejor amiga, que acababa de tener un hermanito.
¡Un hijo! Era lo último que deseaba.
Siguieron días terribles,  me dio fiebre, perdí el apetito, vomitaba.
Mi amiga confirmó que los síntomas,  eran iguales a los de su mamá.
Por  fin una monja me obligó a confesar  la verdad.
-Estoy embarazada -admití hipando.
Me vi cogida de un brazo y llevada por el aire hasta la oficina de la Madre Superiora.
Así comenzó  mi horror por las muñecas y mi curiosidad por ese asunto
misterioso cuyo solo nombre era impronunciable: sexo.
Las niñas de mi generación carecíamos de instinto sexual, eso lo
inventaron Master y Johnson mucho después. Sólo los varones padecían
de ese mal que podía conducirlos al infierno y que hacía de ellos unos
faunos en potencia durante todas sus vidas.
Cuando una hacía alguna pregunta escabrosa, había dos tipos de
respuesta, según la madre que nos tocara en suerte.
La explicación tradicional era la cigüeña que venía de París y la
moderna era sobre flores y abejas. Mi madre era moderna, pero la
relación entre el polen y la muñeca en mi barriga me resultaba poco
clara.
A los siete años  me prepararon para la Primera Comunión.
Antes de recibir la hostia había que confesarse. Me llevaron a la
iglesia, me arrodillé detrás de una cortina de felpa negra y traté de
recordar mi lista de pecados, pero se me olvidaron todos.
En medio de la oscuridad y el olor a incienso escuché una voz con
acento de Galicia.
-¿Te has tocado el cuerpo con las manos? -Sí, padre.
-¿A menudo, hija? -Todos los días...
-¡Todos los días! ¡Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios, la
pureza es la mayor virtud de una niña, debes prometer que no lo harás
más!
Prometí, claro, aunque no imaginaba cómo podría lavarme la cara o
cepillarme los dientes sin tocarme el cuerpo con las manos. (Este
traumático episodio me sirvió para 'Eva Luna', treinta y tantos años
más tarde. Una nunca sabe para qué se está entrenando.)
Nací al sur del  mundo, durante la Segunda Guerra Mundial  en el seno
de una familia emancipada  e intelectual en algunos aspectos y casi
paleolítica en otros.
Me crié en el hogar de mis abuelos, una casa estrafalaria donde
deambulaban los fantasmas invocados por mi abuela con su mesa de tres
patas.
Vivían allí dos tíos solteros, un poco excéntricos, como casi todos
los miembros de mi familia. Uno de ellos había viajado a la India y le
quedó el gusto por los asuntos de los fakires, andaba apenas cubierto
por un taparrabos recitando los 999 nombres de Dios en sánscrito.
El otro era un personaje adorable, peinado  como Carlos Gardel y
amante apasionado  de la lectura. (Ambos sirvieron de modelos-algo
exagerados, lo admito- para Jaime y Nicolás  en 'La casa de los
espíritus'.)
La casa estaba llena de libros, se amontonaban por todas partes,
crecían como una flora indomable, se reproducían ante nuestros ojos.
Nadie censuraba o guiaba  mis lecturas y así leí al Marqués  de Sade,
pero creo que era un texto  muy avanzado para mi edad; el autor  daba
por sabidas cosas que yo ignoraba  por completo, me faltaban
referencias elementales.
El único hombre que había visto desnudo era mi tío, el fakir, sentado
en el patio contemplando la luna y me sentí algo defraudada por ese
pequeño apéndice que cabía holgadamente en mi estuche de lápices de
colores. ¿Tanto alboroto por eso?
A los once años yo vivía en Bolivia. Mi madre se había casado con un
diplomático, hombre de ideas avanzadas, que me puso en un colegio
mixto. Tardé meses en acostumbrarme a convivir con varones, andaba
siempre con las orejas rojas y me enamoraba todos los días de uno
diferente.
Los muchachos eran unos salvajes cuyas  actividades se limitaban al
fútbol y  las peleas del recreo, pero mis compañeras  estaban en la
edad de medirse el  contorno del busto y anotar en una  libreta los
besos que recibían. Había  que especificar detalles: quién, dónde,
cómo.  Había algunas afortunadas que podían escribir:'  Felipe, en el
baño, con lengua.'
Yo fingía que esas  cosas no me interesaban, me vestía de  hombre y me
trepaba a los árboles  para disimular que era casi enana y  menos sexy
que un pollo.
En la clase de biología nos enseñaban algo de anatomía y el proceso de
fabricación de los bebés, pero era muy difícil imaginarlo.  Lo más
atrevido que llegamos a ver en una ilustración fue una madre
amamantando a un recién nacido.
De lo demás no sabíamos nada y nunca nos mencionaron el placer, así es
que el meollo del asunto se nos escapaba ¿por qué los adultos hacían
esa cochinada?
La erección era un secreto bien guardado por los muchachos, tal como
la menstruación lo era por las niñas.  La literatura me parecía
evasiva y yo no iba al cine, pero dudo que allí se pudiera ver algo
erótico en esa época.
Las relaciones con los muchachos consistían en empujones, manotazos y
recados de las amigas: dice el Keenan que quiere darte un beso, dile
que sí pero con los ojos cerrados, dice que ahora ya no tiene ganas,
dile que es un estúpido, dice que más estúpida eres tú y así nos
pasábamos todo el año escolar.
La máxima intimidad consistía en masticar por turnos el mismo chicle.
Una vez pude luchar cuerpo a cuerpo con el famoso Keenan, un pelirrojo
a quien todas las niñas amábamos en secreto.
Me sacó sangre de narices, pero esa mole pecosa y jadeante
aplastándome contra las piedras del patio, es uno de los recuerdos más
excitantes de mi vida.
En otra ocasión me invitó a bailar en una fiesta. A La Paz no había
llegado el impacto del rock que empezaba a sacudir al mundo, todavía
nos arrullaban Nat King Cole y Bing Crosby (¡Oh, Dios! ¿Era eso la
prehistoria? ).
Se bailaba abrazados, a veces chic-to-chic, pero yo era tan diminuta
que mi mejilla apenas alcanzaba la hebilla del cinturón de cualquier joven normal.
Keenan me apretó un poco y sentí algo duro a la altura del bolsillo de
su pantalón y de mis costillas. Le di unos golpecitos con las puntas
de los dedos y le pedí que se quitara las llaves, porque me hacían
daño.
Salió corriendo y no  regresó a la fiesta. Ahora, que conozco  más de
la naturaleza humana, la única  explicación que se me ocurre para su
comportamiento es que tal vez no eran  las llaves.
En 1956 mi familia se había trasladado al Líbano y yo había vuelto a
un colegio de señoritas, esta vez a una escuela inglesa cuáquera,
donde el sexo simplemente no existía, había sido suprimido del
universo por la flema británica y el celo de los predicadores. Beirut
era la perla del Medio Oriente.
En esa ciudad se depositaban las fortunas de los jeques, había
sucursales de las tiendas de los más famosos modistos y joyeros de
Europa, los Cadillac con ribetes de oro puro circulaban en las calles
junto a camellos y mulas.
Muchas mujeres ya no usaban velo y algunas estudiantes se ponían
pantalones, pero todavía existía esa firme línea fronteriza que
durante milenios separó a los sexos.
La  sensualidad impregnaba el aire, flotaba como el olor a manteca de
cordero, el calor del mediodía y el canto del muecín convocando a la
oración desde el alminar. El deseo, la lujuria, lo prohibido...
Las niñas no salían  solas y los niños también debían cuidarse.
Mi padrastro les entregó largos alfileres de sombrero a mis hermanos, para que se defendieran de los pellizcos  en la calle.
En el recreo del colegio pasaban de mano en mano foto-novelas editadas
en la India con traducción al francés, una versión muy manoseada de
'El amante de Lady Chatterley' y pocket-books sobre las orgías de Calígula.
Mi padrastro tenía 'Las 'Mil y Una Noches' bajo llave en su armario,
pero yo descubrí la manera de abrir el mueble y leer a escondidas
trozos de esos magníficos libros de cuero rojo con letras de oro.
Me zambullí en el mundo sin retorno de la fantasía, guiada por huríes
de piel de leche, genios que habitaban en las botellas y príncipes
dotados de un inagotable entusiasmo para hacer el amor.
Todo lo que había a mi alrededor invitaba a la sensualidad y mis
hormonas estaban a punto de explotar como granadas, pero en Beirut
vivía prácticamente encerrada.
Las niñas decentes no hablaban siquiera con muchachos, a pesar de  lo
cual tuve un amigo, hijo de un mercader de alfombras, que me visitaba
para tomar Coca-Cola en la terraza.
Era tan rico, que  tenía motoneta con chófer. Entre la  vigilancia de
mi madre y la de su  chófer, nunca tuvimos ocasión de estar  solos.
Yo era plana. Ahora no tiene importancia, pero en los cincuenta eso
era una tragedia, los senos eran considerados la esencia de la
feminidad. La moda se encargaba de resaltarlos: sweater ceñido,
cinturón ancho de elástico, faldas infladas con vuelos almidonados.
Una mujer pechugona tenía el futuro asegurado. Los modelos eran Jane
Mansfield, Gina Lollobrigida, Sofía Loren. Qué podía hacer una chica
sin pechos? Ponerse rellenos.
En 1958 el Líbano estaba amenazado por la guerra civil.
Después de la crisis  del Canal de Suez se agudizaron las  rivalidades
entre los sectores musulmanes,  inspirados en la política pan arábiga
de Gamal Abder Nasser, y el gobierno  cristiano.
El Presidente Camile Chamoun pidió ayuda a Eisenhower y en julio
desembarcó la VI Flota norteamericana.
De los portaaviones desembarcaron cientos de marines bien nutridos y
ávidos de sexo. Los padres redoblaron la vigilancia de sus hijas, pero
era imposible evitar que los jóvenes se encontraran.
Me escapé del colegio para ir a bailar con los yanquis. Experimenté la
borrachera del pecado y del rockn'roll. Por primera vez mi escaso
tamaño resultaba ventajoso, porque con una sola mano los fornidos
marines podían lanzarme por el aire, darme dos vueltas sobre sus
cabezas rapadas y arrastrarme por el suelo al ritmo de la guitarra
frenética de Elvis Presley.
Entre dos volteretas recibí el primer beso de mi carrera y su sabor a
cerveza y a Ketchup me duró dos años.
Los disturbios en el Líbano obligaron a mi padrastro a enviar a los
niños de regreso a Chile. Otra vez viví en la casa de mi abuelo.
A los quince años,  cuando planeaba meterme a monja para disimular
que me quedaría solterona, un joven me  distinguió por allí abajo,
sobre el  dibujo de la alfombra, y me sonrió.
Creo que le divertía mi aspecto. Me colgué de su cintura y no lo solté
hasta cinco años después, cuando por fin aceptó casarse conmigo.
La píldora anticonceptiva ya se había inventado, pero en Chile todavía se hablaba de ella en susurros.
Se suponía que el sexo era para los hombres y el romance para las
mujeres, ellos debían seducirnos para que les diéramos la prueba de
amor' y nosotras debíamos resistir para llegar 'puras' al matrimonio,
aunque dudo que muchas lo lograran.
No sé exactamente cómo tuve dos hijos.  Y entonces sucedió lo que
todos esperábamos desde hacía varios años. La ola de liberación de los
sesenta recorrió América del Sur y llegó hasta ese rincón al final del
continente donde yo vivía.
Arte pop, mini-falda, droga, sexo, bikini y los Beatles. Todas
imitábamos a Brigitte Bardot, despeinada, con los labios hinchados y
una blusita miserable a punto de reventar bajo la presión de su
feminidad.
De pronto un revés inesperado: se acabaron las exuberantes divas
francesas o italianas, la moda impuso a la modelo inglesa Twiggy, una
especie de hermafrodita famélico. Para entonces a mí me habían salido
pechugas, así es que de nuevo me encontré al lado opuesto del
estereotipo.
Se hablaba de orgías, intercambio de parejas, pornografía. Sólo se
hablaba, yo nunca las vi. Los homosexuales salieron de la oscuridad,
sin embargo yo cumplí 28 años sin imaginar cómo lo hacen.
Surgieron los movimientos feministas y tres o cuatro mujeres nos
sacamos el sostén, lo ensartamos en un palo de escoba y salimos  a
desfilar, pero como nadie nos siguió, regresamos abochornadas a
nuestras casas.
Florecieron los hippies y durante varios años anduve vestida con
harapos y abalorios de la India. Intenté fumar mariguana pero después
de aspirar seis cigarros sin volar ni un poco, comprendí que era un
esfuerzo inútil.
Paz y amor. Sobre todo amor libre, aunque para mí llegaba tarde,
porque estaba irremisiblemente casada.
Mi primer reportaje  en la revista donde trabajaba fue un  escándalo.
Durante una cena en casa  de un renombrado político, alguien me
felicitó por un artículo de humor que  había publicado y preguntó si
no pensaba  escribir algo en serio.  Respondí lo  primero que me vino
a la mente: sí,  me gustaría entrevistar a una mujer infiel.
Hubo un silencio gélido en la mesa y luego la conversación derivó
hacia la comida. Pero a la hora del café la dueña de casa -treinta y
ocho años, delgada, ejecutiva en una oficina gubernamental, traje
Chanel- me llevó aparte y me dijo que sí le juraba guardar el secreto
de su identidad, ella aceptaba ser entrevistada.
Al día siguiente me presenté en su oficina con una grabadora.
Me contó que era infiel porque disponía de tiempo libre después de
almuerzo, porque el sexo era bueno para el ánimo, la salud y la propia
estima y porque los hombres no estaban tan mal, después de todo.
Es decir, por las mismas razones de tantos maridos infieles,
posiblemente el suyo entre ellos. No estaba enamorada, no sufría
ninguna culpa, mantenía una discreta garçonière que compartía con dos
amigas tan liberadas cómo ella.
Mi conclusión, después  de un simple cálculo matemático, fue  que las
mujeres son tan infieles como  los hombres, porque sino ¿con quién
lo hacen ellos? No puede ser solo  entre ellos o todos siempre
con el  mismo puñado de voluntarias.
Nadie perdonó el reportaje, como tal vez lo hubieran hecho si la
entrevistada tuviera un marido en silla de ruedas y un amante
desesperado.
El placer sin culpa ni excusas resultaba inaceptable en una mujer.
A la revista llegaron  cientos de cartas insultándonos.
Aterrada, la directora me ordenó escribir un artículo sobre 'la mujer
fiel'.  Todavía estoy buscando una que lo sea por buenas razones.
Eran tiempos de desconcierto y confusión para las mujeres de mi edad.
Leíamos el Informe Kinsey, el Kamasutra y los libros de las feministas
norteamericanas, pero no lográbamos sacudirnos la moralina en que nos
habían criado
Los hombres todavía exigían lo que no estaba dispuestos a ofrecer, es
decir, que sus novias fueran vírgenes y sus esposas castas. Las
parejas entraron en crisis, casi todas mis amistades se separaron.
En Chile no hay divorcio, lo cual facilita las cosas,  porque la
gente se separa y se junta  sin trámites burocráticos.
Yo tenía un buen matrimonio y drenaba la mayor parte de mis
inquietudes en mi trabajo.
Mientras en la casa actuaba como madre y esposa abnegada, en la
revista y en mi programa de televisión aprovechaba cualquier excusa
para hacer en público lo que no me atrevía a hacer en privado, por
ejemplo, disfrazarme de corista, con plumas de avestruz en el trasero
y una esmeralda de vidrio pegada en el ombligo.
En 1975 mi familia y yo abandonamos Chile, porque no podíamos seguir
viviendo bajo la dictadura del General Pinochet.
El apogeo de la liberación sexual nos sorprendió en Venezuela, un país
cálido, donde la sensualidad se expresa sin subterfugios.
En las playas se  ven machos bigotudos con unos bikinis  diseñados
para resaltar lo que contienen.
Las mujeres más hermosas del mundo (ganan todos los concursos de
belleza), caminan por la calle buscando guerra, al son de una música
secreta que llevan en las caderas.
En la primera mitad de los 80 no se podía ver ninguna película,
excepto las de Walt Disney, sin que aparecieran por lo menos dos
criaturas copulando. Hasta en los documentales científicos había
amebas o pingüinos que lo hacían.
Fui con mi madre a ver 'El Imperio de los Sentidos' y no se inmutó.
Mi padrastro les prestaba  sus famosos libros eróticos a los nietos,
porque resultaban de una ingenuidad conmovedora  comparados con
cualquier revista que podían  comprar en los kioscos.
Había que estudiar mucho para salir airosa de las preguntas de los
hijos (mamá ¿qué es pedofilia?) y fingir naturalidad cuando las
criaturas inflaban condones y los colgaban como globos en las fiestas
de cumpleaños.
Ordenando el closet de mi hijo adolescente encontré un libro forrado
en papel marrón y con mi larga experiencia adiviné el contenido antes
de abrirlo.
No me equivoqué, era  uno de esos modernos manuales que se  cambian en
el colegio por estampas de  futbolistas.
Al ver a dos amantes  frotándose con mousse de salmón me di  cuenta de
todo lo que me había perdido  en la vida. ¡Tantos años cocinando y
desconocía los múltiples usos del salmón! ¿En  que habíamos estado mi
marido y yo  durante todo ese tiempo? Ni siquiera teníamos  un espejo
en el techo del dormitorio.
Decidimos ponernos al día, pero después de algunas contorsiones muy
peligrosas -como comprobamos más tarde en las radiografías de columna-
amanecimos echándonos linimento en las articulaciones, en vez de
mousse en el punto G.
Cuando mi hija Paula terminó el colegio entró a estudiar Psicología
con especialización en sexualidad humana. Le advertí que era una
imprudencia, que su vocación no sería bien comprendida, no estábamos
en Suecia.
Pero ella insistió. Paula tenia un novio siciliano cuyos planes eran
casarse por la iglesia y engendrar muchos hijos, una vez que ella
aprendiera a cocinar pasta.
Físicamente mi hija engañaba a cualquiera, parecía una virgen de
Murillo, grácil, dulce, de pelo largo y ojos lánguidos, nadie
imaginaría que era experta en esas cosas.
En medio del Seminario  de Sexualidad yo hice un viaje a  Holanda y
ella me llamó por teléfono  para pedirme que le trajera cierto
material  de estudio. Tuve que ir con una lista  en la mano a una
tienda en Ámsterdam  y comprar unos artefactos de goma rosada  en
forma de plátanos.
Eso no fue lo más bochornoso. Lo peor fue cuando en la aduana de
Caracas me abrieron la maleta y tuve que explicar que no eran para mí,
sino para mi hija.
Paula empezó a circular por todas partes con una maleta de juguetes
pornográficos y el siciliano perdió la paciencia. Su argumento me
pareció razonable: no estaba dispuesto a soportar que su novia
anduviera midiéndole los orgasmos a otras personas.
Mientras duraron los cursos, en casa vimos videos con todas las
combinaciones posibles: mujeres con burros, parapléjicos con
sordomudas, tres chinas y un anciano, etc.
Venían a tomar el  té transexuales, lesbianas, necrofílicos,
onanistas,   y mientras la virgen de Murillo ofrecía  pastelitos, yo
aprendía cómo  los cirujanos  convierten a un hombre en mujer mediante
 un trozo de tripa.
La verdad es que  pasé años preparándome para cuando nacieran  mis
nietos. Compré botas con tacones  de estilete, látigos de siete
puntas,  muñecas infladas con orificios practicables  y bálsamos
afrodisíacos, aprendí de memoria  las posiciones sagradas del erotismo
hindú  y cuando empezaba a entrenar al perro  para fotos artísticas,
apareció el Sida  y la liberación sexual se fue al  diablo.
En menos de un año todo cambió. Mi hijo Nicolás ya se cortó los
mechones verdes que coronaban su cabeza, se quitó sus catorce
alfileres de las orejas y decidió que era más sano vivir en pareja
monogámica. Paula abandonó la sexología, porque parece que ya no era
rentable, y en cambio se propuso hacer una maestría en educación
cognoscitiva y aprender a cocinar pasta con la esperanza de encontrar
otro novio.
Lo encontró, se casaron y luego vino la muerte y se la llevó, pero esa
es otra historia.
Yo compré ositos de peluche para los futuros nietos, me comí  la
mousse de salmón y ahora cuido mis flores y mis abejas.

Isabel Allende
.




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Respuesta  Mensaje 2 de 2 en el tema 
De: ⓑⓛⓐⓒⓚ ⓢⓣⓐⓡ Enviado: 15/04/2011 22:08
Gracias por compartirlo!!



 
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