Madre sólo hay una. Y menos mal. De ser dos, sería un infierno. Porque llevan en su interior toda la fuerza del universo. Y las de antes, ni les cuento. El Big Bang con permanente. Si creen que exagero, repasemos las 'Características de la madre bilbaina'. Tanto la que nació, como la que ejerció en el Botxo. Esa que va a la peluquería de siempre, sale disgustada como siempre, y exclama como siempre «¡Me han dejado fatal, pero lavándolo en casa se arregla!».
Te vestían de punta en blanco y te abroncaban por mancharte jugando. El pantalón corto era de obligado cumplimiento. Se han dado casos de treintañeros vistiendo aún de corto, en tela príncipe de Gales. Y es que el niño es el crío, el chiquillo o el nene de por vida. De ahí que seamos los europeos que más tardan en emanciparse. Es cierto, la crisis lo pone difícil, pero como con ama… Tengo amigos que pasarán, de vivir en casa de su madre, a vivir en la de sus hijos. Y eso que son como el indio Jerónimo. Capaces de dormir con un ojo abierto, para montarte una emboscada. Volviendo a la ropa, ir de compras estresaba. Sabías que, tarde o temprano, abriría la cortina del probador gritando «¿Chata, no tienes una talla más?». El vaquero era de poco fuste. Mejor uno de pinzas. Como abrigo: el tabardo, acompañado de verdugo. Perfecto para escalar el Himalaya. Daba igual que no hiciera frío. Bastaba con que ellas lo tuvieran. Teníamos dos pijamas. El que se usaba y uno nuevo por si había que ir al hospital, que nunca estrenabas y acababa en un cajón. En cuanto a la salud, existían dos grupos. Las de aspirina y las de optalidón. El termómetro era el juez supremo. Daba igual que te doliera todo. Si no había fiebre, ibas al colegio. Confirmada la enfermedad, lo que decía el médico era ley. Me refiero al 'de familia' que siempre era, según ellas, el mejor del planeta. Con una excepción. 'Más vale prevenir'. Lo que contaba Sánchez Ocaña iba a misa.
Si en el colegio aseguraban que te quedabas ciego por ciertas manualidades, las madres lo achacaban a la televisión. Así que te apuntaban a judo, solfeo, flauta, idiomas, piano, danzas vascas y ballet. Que tiemble Igor Yebra. En realidad no terminabas nada. Toda madre cree que su hijo es listo, pero que no estudia. Incluida la de Paquirrín. Por lo que la bronca al llegar las notas iba acompañada de lágrimas, vahídos y un tétrico «¡Este verano vas interno!». Eso, cuando no volaba la zapatilla. Pena que no sea disciplina olímpica. En temas gastronómicos, fuera yogur, puré o leche, si dejabas un culín, te advertían «¡Toma eso, que ahí están las vitaminas!» Afirmaban que más de dos vasos de vino con gaseosa eran excesivos. Según ellas, la gaseosa se comía los glóbulos rojos. Lo del vino era secundario. Eso sí, tenía que ser Iturrigorri. La bollería industrial era un premio 'post merienda', nunca sustituto. El polo estaba mal visto. Mejor un «corte de mantecau». Helado de vainilla entre dos láminas de barquillo. El favorito de las madres. Al primer rayo de sol, peregrinabais a la playa. Por supuesto, vestidos como para una boda y con el traje de baño debajo. Para tu madre, la bandera verde era amarilla. Imposible ir donde no se hacía pie, ni bañarse sin una digestión de dos horas. Si te ahogabas no hacía falta el boca a boca. El azote obraba milagros.
La casa podía ser grande o pequeña, pero el salón era para las visitas. En veinte años sólo entraban unos amigos de tus padres, una tía solterona y el del Círculo de Lectores. Y, tardaras mucho o poco, siempre te preguntaban qué hacías tanto tiempo en el cuarto de baño. Son las cosas de las madres. Tan únicas, que sólo puede haber una. Ayer fue su día. En una tierra matriarcal como la nuestra, lo son todos. Gracias a ellas, somos lo que somos. Como personas y como tierra. Zorionak a todas. Por ser así. Por ser tan grandes.