Pitonisa en la quinta Llegó un día con sus huesos viejos, su baraja egipcia y su tabaco. Cuarto número siete a la izquierda del patio de cantos rodados, en donde los vecinos de la quinta ponían a secar al sol los trapillos de su pobreza floreciente. Ignoraba la lectura, pero sabía leer el libro grueso que en cuatro líneas la suerte ha escrito en la palma de la mano y el alfabeto de sus naipes que combinaba con sabia parsimonia para emplumar en nuestra mente la quimera. Viajarás sin descanso, muchacho de ojos soñadores y ruta larga. Veo una mujer dulce, negocios y una mansión de veinte aposentos. Y su milagrería era un afrodisíaco que nos hacía dilapidar con anticipo la fortuna que hallaba en su carta Mundo o en su imaginación desmesurada y proclive a dorar el futuro gris de cada triste. Desmañada para el falaz oficio de palmista por un sol de cobre penetraba con buen humor en todos los arcanos. Pero sucede que la muerte Es el gran secreto que se desnuda en su momento. Un martes se fue con su arsenal de pitonisa y el cuarto siete se quedó viudo, borrado por la lluvia el cartelito: “Se adivina el porvenir”. Y esa mujer de dedos sarmentosos, que únicamente descifraba en sus barajas la bonanza, andará perdida por alguna región de la memoria tratando de hallar en el palo de copas la alegría y en la borra del café los años blancos.
Samuel Cárdich
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