

Jesús crucificado y los dos ladrones
Los verdugos, habiendo plantado las cruces
de los ladrones, aplicaron escaleras a la cruz del
Salvador, para cortar las cuerdas que tenían
atado su Sagrado Cuerpo. La sangre, cuya
circulación había sido interceptada por la
posición horizontal y compresión de los
cordeles, corrió con ímpetu de las heridas,
y fue tal el padecimiento, que Jesús inclinó la
cabeza sobre su pecho y se quedó como muerto
durante unos siete minutos. Entonces hubo un
rato de silencio: se oía otra vez el sonido de
las trompetas del templo de Jerusalén. Jesús
tenía el pecho ancho, los brazos robustos; sus
manos bellas, y, sin ser delicadas, no se
parecían a las de un hombre que las emplea
en penosos trabajos. Su cabeza era de una
hermosa proporción, su frente alta y ancha;
su cara formaba un lindo óvalo; sus cabellos,
de un color de cobre oscuro, no eran muy espesos.
Entre las cruces de los ladrones y la de Jesús
había bastante espacio para que un hombre
a caballo pudiese pasar. Los dos ladrones
sobre sus cruces ofrecían un espectáculo muy
repugnante y terrible, especialmente el de
la izquierda, que no cesaba de proferir injurias
y blasfemias contra el Hijo de Dios.


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