Primero se oyó algo así como un chasquido. En seguida, se sintió un leve temblor de tierra, y antes que los dos hombres pudieran pronunciar la palabra «avalancha», toneladas de nieve cayeron sobre los dos.
François Bordes, alpinista del pueblo de Arrens Marsous en los Pirineos franceses, y su compañero Christian Cairey, quedaron sepultados en una de esas avalanchas imprevistas. Christian pudo desenterrarse y escapar de su tumba, pero François quedó cautivo en su prisión de hielo.
A las cuatro horas François fue rescatado. Estaba azul; su temperatura había bajado a 30 grados, pero estaba vivo. Lo que dijo después a los periodistas es lo que merece nuestra reflexión: «Esa tumba de nieve fue para mí la matriz para volver a nacer.»
Muchas veces un accidente grave, o una enfermedad muy seria, o algún gran terror hace que una persona se acerque a Dios. Por cierto, en casi todo momento crítico de la vida, el hombre piensa en Dios. De ahí surgió el dicho: «No hay ateos en trincheras.»
En el ministerio de Jesucristo aquí en la tierra, nadie se acercó a Él excepto en la más seria dificultad. A veces era una enfermedad, a veces hambre, a veces inquietud espiritual, pero nadie lo buscó cuando todo iba bien. El que solicitaba su ayuda lo hacía porque ya había agotado, sin resultados, todo recurso humano.
Esto nos lleva a preguntarnos: ¿Es acaso necesario llegar a tales extremos para encontrarse con Dios? ¿Tiene uno que ser enterrado en una avalancha de nieve para nacer otra vez? No. Es posible hallar a Cristo, amistarse con Él y encontrar paz en cualquier momento, incluso cuando todo va bien.
No es necesario estar en la agonía de una trinchera para encontrar tranquilidad espiritual. Dios está tocando constantemente a la puerta de nuestro corazón, y podemos darle entrada en el momento que deseemos.
A Dios lo hallamos en la cama de un hospital, o en un auto destrozado, o en un bote que naufraga, o en un avión que se cae. Pero también lo hallamos en medio de un período de bonanza, de paz y de bienestar.
Ahora mismo, cualquiera que sea nuestra condición, podemos nacer de nuevo y comenzar una nueva vida con Cristo. Invitémoslo a entrar en nuestra vida. Él no dejará de tocar a la puerta de nuestro corazón sino hasta que se la abramos. No rechacemos su llamado.