LOS NIÑOS QUERÍAN CRISANTEMOS.
En el mes de octubre, expliqué el plan de mis alumnas de ocho años de la clase de catecismo que impartía en la Iglesia de Santa María, en Pompton Lakes Nueva Jersey: Me gustaría que todos ustedes hicieran trabajos en casa para ganar algo de dinero. Con lo que se reúna compraremos alimentos para que una persona pobre pueda celebrar el Día de Acción de Gracias.
Mi propósito era que los niños experimentaran por sí mismos lo que predicaron los apóstoles: que hay más felicidad en dar que en recibir. Quería que comprendieran que la religión es más que una colección de ideas teológicas expresadas en bellas frases y que, de alguna manera, la gente tiene que aplicar en la vida esas ideas. Confiaba en que experimentarían la sensación de su propio poder para lograr cambios.
Al comenzar aquella semana de Acción de Gracias, niños y niñas llegaron a clase llevando orgullosos el dinero ganado con su esfuerzo. Habían rastrillado las hojas secas (y ampollas de sus manos lo demostraban), puesto mesas, lavado platos, ayudado a cuidar a sus hermanitos. Y ahora estaban impacientes por ir de compras.
Corrían por los pasillos del supermercado mientras yo supervisaba lo que iban escogiendo. Por fin nos encaminamos hacia la caja, empujando el carrito en el que habían colocado un pavo y todas las guarniciones que lo acompañan, según la tradición estadounidense. En ese momento alguien divisó algo que les pareció indispensable.
¡Flores!, exclamó entusiasmada Kristine y el grupo entero se precipitó hacia un estante cubierto de plantas.
Traté de convencerlos de que debíamos ser prácticos. Era más sensato utilizar el dinero que sobrara para comprar alimentos básicos con los que la persona elegida podría preparar otras comidas.
Tengan en cuenta que las flores no se comen -les dije.
Pero, señora Sherlock, queremos llevarle flores.
Derrotada por el entusiasmo de los niños, me dispuse a examinar el despliegue que teníamos ante nosotros. La mayoría de las macetas contenían plantas de buen tamaño, de hojas rojizas, doradas y color vino. Sobresalía entre todas un tiesto de llamativos crisantemos púrpuras. Estas le gustarán, fue el acuerdo unánime, y pusieron las flores en el carrito.
Una agencia de la población nos había proporcionado el nombre y la dirección de una anciana de escasos recursos que llevaba viviendo sola muchos años. Poco después transitábamos por un viejo sendero tratando de localizar la casa. En el automóvil, el ambiente no tenía nada de espiritual. ¡Me están aplastando!, decía una voz. Creo que me dan miedo los extraños, confesaba otra. Entre los empujones, las risas, los golpes y aquellas extravagantes flores púrpuras, no estaba segura de que los niños asimilaran ninguna lección relativa al dar y el recibir.
Por fin estacioné el vehículo frente a una casita de un piso, semioculta en el bosque. Una delgada mujer con expresión de fatiga salió a recibirnos.
Mi pequeño grupo se apresuró a sacar las viandas. A medida que los niños metían las cajas, la viejecita lanzaba exclamaciones de incredulidad, para satisfacción de los visitantes. Cuando Amy colocó los crisantemos sobre el mueble, la mujer pareció sorprendida. Es obvio que habría preferido una caja de cereal o un saco de harina, pensé.
¿Le gusta vivir aquí? -preguntó Michael-. Me refiero al bosque.
El rostro de la mujer se iluminó. Les habló a los niños de los animales que vivían en las cercanías, de las aves que acudían en bandadas para comer las migas de pan que les echaba. Y añadió: Quizá por eso el Señor me envió esta comida por medio de ustedes, porque comparto mi alimento con las aves.
Volvimos al automóvil. Mientras nos colocábamos los cinturones de seguridad, veíamos la ventana de la cocina. Desde el interior, la mujer saludó para despedirse, se dio la vuelta y cruzó la habitación, pasó frente a las cajas de alimentos, frente al pavo y las guarniciones, y fue directamente hacia los crisantemos; acercó el rostro a los pétalos, y cuando levantó la cabeza vimos en sus labios una sonrisa. Su cansancio parecía haberse disipado. Se había trasformado notablemente ante nuestra mirada.
Por primera vez, los niños guardaron silencio; en ese breve instante habían visto por sí mismos el poder que poseían para hacer más grata la vida de otra persona.
Y aprendieron otra cosa: aquella maravilla no se debió al sentido práctico de un adulto, sino al entusiasmo juvenil. Los niños habían intuido que hay ocasiones en que una persona necesita la alegría de unas lindas flores púrpuras en un oscuro día de noviembre.
PATRICIA SHERLOCK.