Un día es la suma de miles de instantes, la mayor parte de los cuales despreciamos por rutinarios,
por mecánicos o por sin sentido.
Sin embargo, vale sólo un instante, fugaz y casi imperceptible,
de alegría, de felicidad, de dolor o de tristeza,
para que el día se transforme en algo distinto.
Y al cabo de los años, nuestros recuerdos se parecen a un album
deinstantáneas donde se acumulan momentos cuya duración fue tan escasa como un segundo,
pero el sentimiento que nos procuraron aun perdura en el fondo de nuestro corazón.
Quizás por eso me gusta tanto la fotografía,
no solo la que puedo hacer yo, sino la fotografía de otros, antigua si es posible,
porque recogen casi la totalidad real de aquellos pasados instantes,
sonrisas que ya se perdieron,
miradas que se posaron sobre otras miradas que quizás ya ni siquiera existen.
Desde niño me ha impresionado contemplar entre mis manos
una de esas fotografías antiguas, en las que podía ver,
por ejemplo, a mi abuelo cuando tenía doce años,
vestido junto al resto de su familia para la ocasión.
Siempre me pregunté qué estaría pensando y sintiendo mi abuelo,
con aquella edad, en aquel preciso momento
en que mira al fotógrafo con la picardía y la inocencia de los doce años.
¿Imaginaría él todo lo que años más tarde le tocaría vivir?
¿Sería su vida después tan extraordinaria como soñaba en aquel momento?
Instantes.... míos o apropiados,
inmensamente cotidianos y normales para quien los mira desde fuera,
pero fecundos e inmensos para quien los guarda en su memoria.
¿Cuántos instantes de nuestras vidas han merecido una existencia entera?
Quizás muchos nos acerquemos a la sensación
que pudo tener el viejo califa cordobés que repasando su vida pasada,
casi al borde la muerte, comprobó en su diario
que sólo había apuntado catorce días como plenamente felices.
Quizás parezcan poco, pero si realmente merecieron la pena...
D.A