Se me ocurrió pensar un poco en nuestra flor nacional, no por una cuestión romanticona, sino simplemente porque me parece hermosa. Resultó que si miro para atrás en mi historia me doy cuenta de que ha tenido mucho protagonismo en distintos momentos, quizás no como actriz principal, pero si ha trabajado muchas veces como extra. Una vez me enseñaron a hacer con la flor del ceibo un pajarito, cortando por la mitad su hoja y con el corazón poniéndolo como piquito; en otra oportunidad recuerdo que quise hacerme el sentimental y regalarle a mi ahijada una florcita de la planta, pero después de cortarla del árbol del museo en mi ciudad, una señora me tocó el hombro y condenó mi accionar con un duro reproche; en el regreso a mi casa, cuando termino de trabajar en el diario, me cruzo todos los días con un ceibo, y no puedo evitar llevarle florcitas a las chicas de mi casa en primavera.
Estas reflexiones quizás a ustedes no les interesan tanto, pero las menciono para dar cuenta del lugar que tienen en nuestras vidas cosas que creemos que son sólo extras inmóviles junto al escenario de nuestra película. Mi pensamiento desembocó en una inquietud, y me encontré con una historia increíble, que involucra al amor por la naturaleza, al choque entre culturas con la invasión española y al nacimiento de la vida. Ya que venimos con la analogía con el séptimo arte, la leyenda de la flor del ceibo, con la valiente Anahí como protagonista, es un guion hermoso para una de esas nuevas películas de ciencia ficción metafísica como “Avatar”.
Dicen que la flor nacional (declarada por decreto N°138.974 el 2 de diciembre de 1942), tiene su origen en una pequeña indiecita guaraní, a orillas del río Paraná. Se llamaba Anahí y aseguran que no era de lo más agraciada. Sin embargo, dicen que era muy valiente y tenía un amor especial por la naturaleza. La mujercita cantaba en la selva y se paseaba entre los árboles y flores. Sus canciones estaban inspiradas en sus dioses y en las tierras de las que su gente eran dueños, y con su voz cautivaba a todos en el lugar.
Todos conocemos como fue la historia del choque entre las culturas, con la llegada de los colonizadores. El hombre blanco llegó a las tierras de Anahí, saqueó sus tierras, esclavizó a su familia y les prohibió hasta su religión. Junto a su tribu luchó con mucha valentía y destreza contra los invasores, pero aún así fue tomada prisionera. La indiecita lloró durante días mientras la tenían en cautiverio, por la pérdida de sus seres queridos y todo lo que por años había sido suyo.
Un día, Anahí aprovechó que se quedó dormido el guardia que custodiaba su prisión e intentó escapar. En medio de la fuga, el carcelero despertó e intentó interceptarla, pero ella se defendió y lo apuñaló dándole muerte. Se internó en la selva y detrás de ella fueron los invasores, furiosos por haber perdido a uno de los suyos y sedientos de venganza. Alcanzaron a Anahí y regresaron con ella como prisionera al campamento.
Por la muerte del centinela condenaron a la pequeña indiecita a la muerte en la hoguera, y procedieron a cumplir con la sentencia inmediatamente. La ataron a un árbol y prepararon leña para prender el fuego. Con las llamas creciendo de a poco, pero el frágil cuerpo de Anahí parecía que no podía ser alcanzada. Los soldados no entendían nada, en la oscuridad de la noche, el fuego brillaba con intensidad y la indiecita seguía sin sufrir su condena. De pronto, la llamarada se hizo más y más intensa y cubrió a Anahí, que se convirtió en un bello árbol.
Los colonizadores no creían lo que veían sus ojos, suponían que el cansancio de la persecución y la intensa actividad era lo que les provocaba estas visiones. Pusieron más y más leña para hacer la llama más grande. Anahí comenzó a cantar con su increíble voz y la noche se estremeció. El sol le respondió, el día llegó, y en el lugar en el que ella se encontraba había ahora una gran cantidad de flores rojas, hermosas como el corazón de la indiecita.