Como sucede con todas las semillas, hubo
un tiempo en el que la mujer raíz no fue más
que un pequeño brote lleno de verdor y vida; sus
pequeñas hojas se movían libres y alegres con la
canción del viento. Tiempo después y gracias a las
caricias del sol y a los golpes de la lluvia la mujer raíz
se convirtió en una flor de hermosos pétalos, en
sus cabellos estaba impregnado el olor de la tierra tanto
como el de las nubes; conforme los años pasaron, la flor
se fue convirtiendo en un árbol y aunque su corteza
comenzó a volverse dura no lo hizo su corazón, adquirió la
sabiduría del roble y el encino, se sabía bella ya no como
la semilla, ni como la flor sino bella como solo puede serlo
un árbol; y sus ramas crecieron grandes y fuertes y poco
a poco fueron retoñando de ella otras semillas y otras
flores que con el pasar de los años también se volverían árboles.
Y cuando esto pasó, de esta mujer comenzaron a brotar
raíces que envolvieron su cuerpo. Ella miraba asombrada
las marcas sobre su corteza y lejos de sentirse triste como
el resto de las mujeres, ella sonrió. ¿Quién se atrevería
a negar la belleza de su naturaleza? ¿Quién negaría que las
marcas forjadas con el tiempo, tanto las dolorosas
como las dulces son propias del camino recorrido a
lo largo de nuestras vidas? La mujer raíz sabía que
todos por igual llevaban marcas visibles e invisibles y
que esas marcas no eran más que un recordatorio de la
vida misma...
Nadie juzga a un árbol por su corteza ¿porqué se juzgan
los seres humanos por las marcas y cicatrices en su cuerpo?
Besitos
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