Miedo de Dios.
El Evangelio narra que la pesca milagrosa dejó estupefacto a San Pedro. Con su impetuosidad habitual, él midió de un golpe de vista la distancia infinita que separaba la grandeza del Maestro de su propia pequeñez. Tembló de terror sagrado y prosternándose, rostro en tierra, exclamó: “Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador”.
Ciertas almas comparten con el Apóstol ese miedo. Sienten tan vivamente su indigencia y sus miserias, que apenas osan aproximarse a la Santidad misma. Les parece que un Dios tan puro debe sentir una insuperable repulsa al inclinarse hacia ellas. Triste impresión, que le da a la vida interior una actitud contrahecha y, a veces, la paraliza completamente.
¡Cómo se engañan estas almas!
Jesús enseguida se aproximó al Apóstol sobrecogido de espanto: “No temas”, le dijo, y le hizo levantarse.
¡Ustedes también, Cristianos, que han recibido tantas pruebas de su amor, no teman! Nuestro Señor recela, más que nada, que le tengan miedo. Vuestras imperfecciones, vuestras debilidades, vuestras faltas, aún las graves, vuestras recaídas tan frecuentes, nada lo desanimará, mientras ustedes deseen sinceramente convertirse. Cuanto más miserables sean, más compasión Él tiene de vuestro infortunio, más desea cumplir, junto a ustedes, su misión de Salvador.
¿Acaso no vino a la tierra sobre todo por los pecadores?
(De "El Libro de la Confianza", P. Raymond de Thomas de Saint Laurent)
Comentario:
Debemos tenerle respeto a Dios, pero no miedo, porque miedo le tienen los demonios, en cambio nosotros somos los hijos amados de Dios, y aunque seamos pecadores, muy pecadores, Él nos ama, y no quiere que le tengamos miedo.
El miedo paraliza y encoge el alma, no hace que se abra a la Misericordia de Dios.
De Dios nadie se ríe, esa es palabra sabia, pero eso no quiere decir que le debamos tener miedo, sino un temor reverencial y amoroso, como se ama al mejor de los padres, con mucho amor y con temor de ofenderlo por no lastimar su corazón paternal.
Dios quiere que seamos osados, porque Él quiere darnos más de lo que le pedimos, y si bien lo ofende el pecado, mucho más lo ofende y lastima la desconfianza del alma.
Tenemos que confiar en la bondad infinita de Dios. Si hacemos así, ya nada ni nadie nos podrán arrancar de las manos de Dios, de su Corazón misericordioso.