Amor al prójimo.
No se puede ser santo sin amar a Dios, porque justamente la santidad es el amor a Dios. Pero no se puede amar a Dios, sin amar también al prójimo, porque quien dice que ama a Dios, pero no ama a su prójimo, a todos los hombres, es un mentiroso.
Es tiempo de que empecemos a ver a Dios en los hermanos, pues Cristo ha dicho que Él está especialmente en aquellos que sufren o necesitan de nosotros.
El amor a Dios, es decir, la santidad, no debe quedarse en nosotros, sino que necesita derramarse al exterior, volcándose en las obras de caridad y misericordia, porque obras son amores y no buenas razones.
El termómetro de nuestro amor a Dios, es el amor que tenemos a nuestros hermanos. Pensemos si amamos a los hombres y cómo y cuánto los amamos, y eso nos dará la medida de nuestro amor a Dios, es decir de nuestra santidad.
Recordemos que los cristianos no podemos ser enemigos de nadie. Podemos tener enemigos, pero no debemos serlo voluntariamente por iniciativa nuestra, porque todos los hombres son nuestros hermanos, y el único enemigo es Satanás.
También debemos ocuparnos y preocuparnos por nuestros hermanos, porque la indiferencia es como una forma de odio, o al menos de falta de amor. Y especialmente tenemos que trabajar por la salvación de los hombres, de sus almas, y por ello muchas veces tendremos que socorrerlos materialmente, para que en agradecimiento se acerquen a Dios, se conviertan y se salven.