Mensaje de confianza
Dios nos concede todos los socorros necesarios para santificarnos y salvarnos
Ciertas almas angustiadas dudan de su propia salvación. Se acuerdan demasiado de las faltas pasadas; piensan en las tentaciones tan violentas que, a veces, nos asaltan a todos; olvidan la bondad misericordiosa de Dios. Esta angustia se puede convertir en una verdadera tentación de desesperación.
De joven San Francisco de Sales conoció una prueba de esas: temblaba ante la perspectiva de no ser un predestinado al Cielo. Su dolor era tan violento que le afectó la salud. Pasó varios meses en ese martirio interior. Una oración heroica le libertó: el Santo se postró delante de un altar de María; suplicó a la Virgen Inmaculada que le enseñase a amar a su Hijo en la tierra con una caridad tanto más ardiente cuanto él temía no poder amarle en la eternidad.
En esa clase de sufrimientos hay una verdad de Fe que nos debe consolar por entero. Sólo nos condenamos por el pecado mortal. Ahora bien, siempre podemos evitarlo; y, cuando hubiéremos tenido la desgracia de cometerlo, siempre nos podemos reconciliar con Dios. Un acto de contrición perfecta nos purificará, sin demora, mientras esperamos la confesión obligatoria, que conviene hacer lo antes posible.
Ciertamente, nuestra pobre voluntad humana debe desconfiar de su debilidad. Pero el Salvador nunca nos rehúsa las gracias que nos son necesarias. Hará todo lo posible para ayudarnos en la empresa soberanamente importante de nuestra salvación.
He aquí la gran verdad que Jesús escribió con su Sangre y que vamos ahora a releer juntos en la historia de su Pasión.
¿Se han preguntado alguna vez cómo pudieron los judíos apoderarse de Nuestro Señor? ¿Acaso creen que lo consiguieron por astucia o por la fuerza? ¿Pueden imaginar que, en la gran tormenta, Jesús fue vencido porque era el más débil?
Seguramente no. Sus enemigos nada podían contra Él. Más de una vez, en los tres años de sus predicaciones, habían intentado matarlo. En Nazaret, querían echarlo precipicio abajo; otras veces, juntaron piedras para lapidarlo. Pero siempre la sabiduría divina deshizo los planes de esa cólera impía; la fuerza soberana de Dios les retuvo el brazo; y Jesús se alejó tranquilamente, sin que nadie hubiese conseguido hacerle el menor mal.
En Getsemaní, al simplemente Él decir su nombre, los soldados del Templo, venidos para apoderarse de su sagrada Persona, todos caen por tierra, acometidos por un extraño pavor. Los soldados sólo se pudieron levantar con el permiso que Él mismo les dio.
Si fue preso, si fue crucificado, si fue inmolado, es porque así lo quiso, en la plenitud de su libertad y de su amor por nosotros.
Si el Maestro derramó, sin dudar, su Sangre por nosotros, si murió por nosotros ¿cómo podría rehusarnos las gracias que nos son absolutamente necesarias y que Él mismo nos mereció con sus sufrimientos?
Esas gracias, Jesús las ofreció misericordiosamente a las almas más culpables durante su dolorosa Pasión.
Dos Apóstoles habían cometido un crimen enorme: a ambos ofreció el perdón.
Judas lo traiciona y le da un beso hipócrita. Jesús le habla con tierna dulzura; le llama amigo; procura a fuerza de ternura tocar ese corazón endurecido por la avaricia. “Amigo, ¿a qué has venido? -¡Judas! ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?...” Esta es la última gracia del Maestro al ingrato. Gracia de tal fuerza, que jamás comprenderemos toda su intensidad. Judas, sin embargo, la rechaza: se condena porque así lo quiso.
Pedro, que se creía tan fuerte, Pedro que había jurado seguir al Maestro hasta la muerte, lo abandona cuando lo ve en manos de los soldados. Entonces, sólo lo sigue de lejos. Entra temblando en el patio del palacio del Sumo Sacerdote. Tres veces niega al Salvador porque teme las burlas de una criada. Bajo juramento afirma no conocer a “ese hombre”. Canta el gallo. Jesús se vuelve y fija sobre el Apóstol los ojos llenos de censuras misericordiosas. Se cruzan las miradas. Era la gracia, una gracia fulminante que esa mirada llevaba a Pedro. El Apóstol no la rechazó: salió inmediatamente y lloró su falta con amargura.
Así, tanto como a Judas y a Pedro, Jesús nos ofrece siempre gracias de arrepentimiento y conversión. Podemos aceptarlas o rechazarlas: somos libres. A nosotros nos toca decidir entre el bien y el mal, entre el Cielo y el Infierno. Nuestra salvación está en nuestras manos.
El Salvador no sólo nos ofrece sus gracias, sino que hace más: intercede por nosotros junto al Padre celestial. Le recuerda los dolores sufridos por nuestra Redención. Toma nuestra defensa ante Él; disculpa nuestras faltas: “Padre mío, -exclama en la angustia de la agonía- ¡Padre mío, perdónales, porque no saben lo que hacen!”.
El Maestro, durante la Pasión, tenía tal deseo de salvarnos, que no cesaba un instante de pensar en nosotros.
En el Calvario dirige su última mirada a los pecadores; pronuncia en favor del buen ladrón una de sus últimas palabras. Extiende largamente los brazos en la Cruz para señalar con qué amor acoge todo arrepentimiento en su Corazón adorable.
De "El Libro de la Confianza", P. Raymond de Thomas de Saint Lauren