Amor a Dios.
A veces estamos tan ocupados y preocupados por cumplir los demás mandamientos, que nos olvidamos del primer mandamiento que tenemos que cumplir, y del cual dependen todos los demás, y es el amor a Dios: amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, con todas las fuerzas y con toda el alma.
Debemos tratar de vivir mejor este mandamiento, porque en realidad en este mandamiento hay todo un programa de vida, porque para amar a Dios de esta manera, hay que amarlo por encima de nuestra salud, del dinero, del honor, de los parientes, e incluso más que a la propia vida. Y si pensamos un poco, la verdad es que estamos lejos, muchas veces, de tener este amor a Dios.
Y aquí está la clave de nuestra santificación. Aquí está todo, porque amando a Dios, todo lo demás se hace solo. Las mortificaciones no cuestan, los sacrificios se hacen con agrado, las oraciones son fervorosas, y todo se hace más fácil porque quien ama es libre, como bien ha dicho San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”.
Quien ama realmente a Dios, con todas sus fuerzas, jamás hará algo que lo ofenda, porque quien ama no quiere ofender ni contristar al ser amado.
Tratemos de cumplir mejor este mandamiento y, cuando vayamos a confesarnos con el sacerdote, pensemos si hemos faltado a este primer mandamiento, el más importante, y del cual depende todo el resto en nuestra vida.
Una forma muy sencilla de amar a Dios de esta forma, es repitiendo el Acto de amor que Jesús enseñara a Sor Consolata Betrone: “Jesús, María os amo, salvad las almas”, prometiéndole que cada vez lo que dijera con los labios o mentalmente, además de encenderse en amor a Dios, salvaría el alma de un pecador y repararía por mil blasfemias.
En el amor a Dios está todo, porque el amor al prójimo está enraizado en el amor a Dios y no forman más que un sólo amor.
Trabajemos más en este propósito de amar a Dios como Él merece, es decir, con todo, y vigilemos nuestro corazón para ver por qué no ama a Dios como Él lo pide.
En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.