Los ricos ya tienen su consuelo en este mundo, pero los pobres, los que sufren, sólo serán felices en el Cielo. Al menos, con nuestra ayuda, tratemos de hacerles menos triste su existencia en este mundo, brindándoles amor, misericordia y bondad.
Recordemos aquellas palabras de Jesús en su Evangelio cuando habla del peligro que representan las riquezas, porque a veces estorban el camino de la santidad, e incluso han hecho perder el Cielo a muchas almas.
No es que tengamos que entregar todos nuestros bienes a los pobres, porque tal vez no nos pide eso el Señor; sino más bien debemos vivir desapegados de los bienes terrenos, usando de ellos para hacer el bien, para ayudar a quien está en necesidad y que está fuera del sistema, es decir, a quien nadie protege.
Recordemos que si Dios permite que haya miserias, no es porque le guste ver sufrir a sus criaturas, sino porque mediante ello nos da la posibilidad de que practiquemos la misericordia, y así seamos semejantes a Él, que es misericordioso.
Aprovechemos los tesoros que tenemos a nuestro alrededor, que son los pobres, los necesitados, los abandonados, los desamados, y hagámosle el bien, entonces veremos grandes milagros en nuestra vida, incluso milagros también en lo material, porque Dios nos proveerá bienes de todo tipo para que ayudemos más todavía a sus hijos desamparados.