Hay personas que son muy amables y graciosas fuera de su casa, pero dentro de su hogar son fieras, que no saben perdonar y no soportan nada.
¡Cuidado! Que esto no nos esté sucediendo a nosotros, porque la caridad bien entendida empieza por casa, es decir, por nuestro hogar, con nuestros parientes.
Tengamos delicadezas de amor con los nuestros, porque son los más próximos, son los prójimos más cercanos a nosotros, y Jesús manda amar al prójimo como amamos al mismo Dios.
¿Qué diríamos de uno que se ocupara y preocupara de mejorar y salvar las almas de los lejanos, pero que descuidara la salvación y santificación de los parientes cercanos?
Hagamos el esfuerzo de ser muy delicados y amables con los nuestros, aunque cueste, porque tal vez ya nos conocen cómo somos y a veces es difícil que cambien su opinión sobre nosotros, pero no importa, hagamos el propósito de comenzar hoy mismo a ser más amables con todos los de casa, atentos, sonrientes, serviciales, porque el hogar es la mejor escuela para practicar la caridad de forma heroica.
Pensemos siempre en la Sagrada Familia de Nazaret e imitémosla, porque el demonio, hoy más que nunca, odia a los matrimonios y las familias y lleva la división dentro de ella, porque el demonio es odio y división, en cambio Dios es amor y unión.
Y si somos causa de división en nuestro hogar, si somos sembradores de discordias, entonces no estamos recogiendo con Cristo, sino que estamos desparramando, como dice el Señor en su Evangelio: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama”.
¡Atentos a esto! Comencemos a practicar el amor al hermano, primero por los de casa, amándolos entrañablemente, aunque tengan muchos defectos, porque sufrir pacientemente los defectos ajenos es una de las obras de misericordia, y quien practique la misericordia, la obtendrá también de Dios. Y todos necesitamos de la misericordia divina.