“Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».”
(Mt 28,16-20 / Santísima Trinidad B)
Todos lo hacemos…, y lo hacemos en todo tipo de situaciones: al sorprendernos, cuando nos asustan, cuando rezamos, y cuando nos servimos de la piedad para hacer chiste, hasta cuando entramos al campo de juego en un partido de fútbol… Desde pequeños hemos aprendido a persignarnos mientras recitamos las palabras: "En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén." Quizá llevamos 10, 20, 30 ó 50 años moviendo nuestra mano derecha de la frente al vientre y al pecho, trazando una cruz, pero ¿cuántas veces lo hemos hecho 100% conscientes de lo que significa?
Quizá empezamos el día con la señal de la cruz; quizá terminamos el día de la misma manera. ¡Cada Misa, cada rosario, cada oración! Y lo hacemos con tanta monotonía y desinterés. Así como en el deporte, en cualquier carrera, en la vida, a veces hay que volver al inicio: “Back to basics…”
Cuando trazamos esa cruz con nuestra mano, estamos recordando el precio pagado por nuestra salvación; estamos recordando el Amor que Dios nos ha mostrado calvado en esa cruz. Al decir esas palabras, estamos poniendo en las manos de ese Dios que nos ama, todos nuestros pensamientos, todas nuestras acciones, todo nuestro ser. Le estamos diciendo “gracias por haberme amado”. Le estamos gritando “yo también te amo y por eso quiero que todo lo que estoy a punto de hacer sea para darte gloria, para mostrarte mi amor".