Frente a su hermano, Santiago mantiene una curiosa relación, apareciendo casi siempre citado antes que Juan en los evangelios de Mateo y Marcos, lo que hace pensar que fuera mayor en edad e incluso más próximo al afecto del Maestro. La cosa cambia en el Evangelio de Lucas, donde Juan aparece como más importante que Santiago, lo que puede deberse al influjo sobre el texto lucano de San Pablo, quien, incorporado al grupo de los seguidores de Cristo, como se sabe, cuando Jesús ya no estaba entre sus discípulos, tuvo pocas ocasiones de departir con Santiago y muchas, sin embargo, de hacerlo con su hermano Juan, a quien considera una de las “columnas” (Gl. 2, 9) de la Iglesia que él conoció. Y es que si bien la conversión de Pablo al cristianismo se produce hacia el año 36, su visita a Jerusalén para conocer a los apóstoles no ocurre sino el año 41 y Santiago muere, como veremos al final, entre los años 42 y 43. El colofón de cuanto se relata es que mientras para Marcos, Juan es “el hermano de Santiago” (ver Mc. 3, 17), para Lucas en cambio, Santiago es “el hermano de Juan” (ver Hch. 12, 1).
Ningún tratamiento sin embargo, tan llamativo como el que le otorga el evangelista Juan, su propio hermano, quien no guarda para él ni una palabra de especial reconocimiento ni lo cita jamás por su nombre, hasta el punto de que la única vez que en todo su Evangelio se refiere a él, lo hace bajo la forma opaca de “los de Zebedeo” (Jn. 21, 2), o probablemente, referida también a él, la aún más opaca de “y otros dos de sus discípulos” (Jn. 21, 3).
Llama también la atención el nombre con el que es popularmente conocido, Santiago "el Mayor", un sobrenombre por el que no aparece recogido en uno solo de los textos canónicos. Si la tradición acostumbra a llamarle así, es por causa de un episodio que ni siquiera le concierne directamente: aquella única ocasión en la que San Marcos llama al otro apóstol de nombre Santiago, “Santiago el Menor” (Mc. 15, 40), de donde por deducción, Santiago de Zebedeo sería “Santiago el Mayor”.
Es también conocido Santiago, al igual que su hermano, como Boanerges, esto es, “el hijo del trueno”, alusivo sin duda al carácter apasionado y vehemente de los dos:
“Instituyó a los Doce y puso a Simón el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes puso por nombre Boanerges” (Mc. 3, 16-17).
De los datos personales de Santiago conocemos todos aquéllos que comparte con Juan, a saber: nacido en Betsaida, ciudad a orillas del Lago Kinner o Tiberíades, no muy lejos del Nazareth en el que vivió Jesús, el padre de Santiago se llamaba Zebedeo y tenía una pequeña o mediana empresa dedicada a la pesca que le daba para emplear algunos jornaleros; su madre se llamaba muy posiblemente Salomé (Mc. 15, 40 en comparación con Mt. 27, 56). En cuanto a su profesión, Santiago es, huelga decirlo, un pescador, como su padre, como su hermano y como tantos otros apóstoles.
En lo relativo a la llamada de Santiago por Jesús, Santiago es el tercero en ser captado en los evangelios de Mateo y Marcos, y ocupa aún mejor posición en el de Lucas, donde aparece como el segundo (ver Lc. 5, 1-11).
Santiago no registra en ninguno de los evangelios un solo evento en el que aparezca departiendo individualmente con Jesús, lo que no obsta para que forme parte del que en compañía de su hermano Juan y de Pedro, podríamos denominar “Grupo de los Tres”, verdadero núcleo duro de los apóstoles.
En tan privilegiada posición, Santiago presencia el que según San Marcos es el primer milagro de Jesús, aquél mediante el cual cura a la suegra de Pedro de unas fiebres. Lo hace junto con Pedro, con su propio hermano Juan, y con Andrés, hermano de Pedro.
“Cuando salió [Jesús] de la sinagoga fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre; y le hablan de ella. Se acercó y tomándola de la mano, la levantó. La fiebre le dejó y se puso a servirles” (Mc. 1, 29-31).
Acompañado una vez más de Pedro y de su hermano Juan, presencia Santiago también otro milagro significado, la primera de las tres resurrecciones que practica Jesús, a saber, la de la hija de Jairo, el jefe de la sinagoga de Cafarnaum:
“Mientras estaba hablando [Jesús], llegan de la casa del jefe de la sinagoga unos diciendo [al jefe de la sinagoga]: “Tu hija ha muerto ¿a qué molestar ya al Maestro?” Jesús que oyó lo que habían dicho, dice al jefe de la sinagoga: “No temas. Solamente ten fe”. Y no permitió que nadie le acompañara a no ser Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago [obsérvese el orden apostolar de Marcos, haciendo pasar a Santiago por delante de Juan y no sólo eso, sino presentando a Juan en función de su hermano Santiago]. Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y observa el alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos. Entra y les dice: “¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida”. Y se burlaban de él. Pero él, después de echar fuera a todos, toma consigo al padre de la niña, a la madre y a los suyos, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña le dice: “Talitá kum”, que quiere decir; “Muchacha a ti te digo: levántate”. La muchacha se levantó al instante y se puso a andar” (Mc. 5, 35-42, similar a Mt. 9, 18-26 y a Lc. 8, 49-56).
Santiago presencia también la gran manifestación de Jesús, el pasaje que se da en llamar de la transfiguración en el que un Jesús resplandeciente departe amigablemente con los dos grandes profetas del Antiguo Testamento, Moisés, el transmisor de la Ley de Dios y firmante de la Alianza de Dios con Israel, y Elías, el profeta elevado al cielo en un carro de fuego:
“Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Se les aparecieron Elías y Moisés y conversaban con Jesús. Toma la palabra Pedro y dice a Jesús: “Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” -pues no sabía qué responder pues estaban atemorizados-. Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: “Este es mi hijo amado; escuchadle” Y de pronto, mirando en derredor ya no vieron a nadie más que a Jesús sólo con ellos” (Mc. 9, 2-8).
Cuando Jesús toma la determinación de acudir a Jerusalén y se vale de sus discípulos para que éstos le vayan abriendo camino en los pueblos por los que ha de atravesar, se nos relata un nuevo evento en el que participa Santiago, esta vez en compañía de su hermano Juan:
“Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén, y envió mensajeros delante de sí que fueron y entraron en un pueblo de samaritanos para prepararle posada; pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén. Al verlo sus discípulos Santiago y Juan dijeron: “Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?” Pero volviéndose, los reprendió; y se fueron a otro pueblo.” (Lc. 9, 51-56).
Los mismos hermanos tienen la osadía de presentarse ante Jesús con una curiosa petición:
“Se acercaron a él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dicen: “Maestro, queremos nos concedas lo que te pidamos” El les dijo: “¿Qué queréis que os conceda?” Ellos le respondieron: “Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. Jesús les dijo: “No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautizo con que yo voy a ser bautizado?” Ellos le dijeron: “Sí podemos” Jesús les dijo: “La copa que yo voy a beber sí la beberéis y también seréis bautizados con el bautismo que yo voy a ser bautizado: pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quien está preparado” (Mc. 10, 35-40).
Ya en Jerusalén, a pocos días por lo tanto de que se cumplieran los días de Jesús, Santiago forma parte una vez más de un grupo selecto de discípulos a los que les es revelado los misterios más inextricables:
“Estando luego sentado en el monte de los Olivos, frente al Templo, le preguntaron en privado Pedro, Santiago, Juan y Andrés: “Dinos cuando sucederá eso y cual será la señal de que todas estas cosas están para cumplirse”.
Jesús empezó a decirles: “Mirad que no os engañe nadie. Vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: ‘Yo soy’ y engañarán a muchos. Cuando oigáis hablar de guerras y de rumores de guerras no os alarméis; porque eso es necesario que suceda. Pero no es todavía el fin. Pues se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá terremotos en diversos lugares, habrá hambre: esto será el comienzo de los dolores de alumbramiento” (Mc. 13, 3-8).
Y en el momento culminante en el que Jesús va a ser prendido para su definitivo sacrificio en la cruz, Santiago, una vez más, forma parte de los elegidos para acompañarle en la oración.
“Van a una propiedad, cuyo nombre es Getsemaní y dice a sus discípulos: “Sentaos aquí mientras yo hago oración” Toma consigo a Pedro, Santiago y Juan y comenzó a sentir pavor y angustia. Y les dice: “Mi alma está triste hasta el punto de morir. Quedaros aquí y velad”” (Mc. 14, 32-42).
Santiago está presente en todas las apariciones de Jesús resucitado a los apóstoles que los evangelistas relatan. Y por supuesto, en todos los eventos colectivos que se suceden uno tras otro después, a saber, ascensión a los cielos, elección del sustituto de Judas, detención del colegio de apóstoles en su totalidad por el sumo sacerdote, y pentecostés.
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Decapitación de Santiago. Francisco Ribalta. |
No se halla presente, sin embargo, en el gran acontecimiento de la comunidad paleocristiana, el Concilio de Jerusalén, por llevar muerto para cuando acontece nada menos que seis años, por lo que no pudo participar en las importantes decisiones que en él se tomaron. Pero sí es el único apóstol, -ojo al dato, el único apóstol no siendo Judas Iscariote-, cuyo final nos relatan los textos canónicos, concretamente el libro de los Hechos, en el que podemos leer:
“Por aquel tiempo el rey Herodes echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos. Hizo morir por la espada a Santiago, el hermano de Juan” (Hch. 12, 1-2).
Luis Antequera