Aunque las cosas no nos salgan como debieran. Aunque no veamos frutos en el apostolado ni seamos reconocidos por lo que hacemos de bien. Y aunque a veces sintamos ganas de bajar los brazos y dejar de luchar, no nos olvidemos que Dios no premia por los frutos obtenidos, sino por el esfuerzo puesto en ello, el sufrimiento y todo el trabajo realizado, aunque no se recojan frutos.
Efectivamente Dios premia por todo lo que hemos puesto para hacer el bien, para servir a todos, y aunque nos quedemos con las manos vacías de frutos, Dios sabrá premiarnos por el intento, por el esfuerzo empeñado en hacer lo que teníamos que hacer.
No nos descorazonemos ante el mal que avanza y que cada vez es mayor, de modo que muchos corazones se enfrían en el amor, se entibian en la caridad, se vuelven hoscos, amargos, agrios, tristes, duros y egoístas. No permitamos que nuestro corazón de carne se vuelva un corazón de piedra por tanto mal que hay en el mundo, sino conservemos la bondad y la dulzura en nuestro corazón, la mansedumbre y la alegría, sabiendo que Dios todo lo ve, todo lo sabe, y nos premiará por todo lo bueno que hacemos y por el empeño puesto en la obra.
También Jesús, en cierta manera, recogió poco fruto de su Pasión, pues el Señor sabía bien, por ser Dios, que para muchísimas almas sería inútil la Redención. Y sin embargo allá fue el Señor, a la Cruz, al atroz sufrimiento, sabiendo incluso que sería inútil para muchos. Pero no bajó los brazos, pues sabía que el premio es para quienes hacen todo por Dios y por los hermanos, aunque se recojan pocos frutos o ninguno.
Sabiendo estas cosas, empecemos desde hoy mismo, a ver la vida y los acontecimientos de otro modo, del modo en que los ve Dios; así no nos desanimaremos ante los fracasos de este mundo, sino que tendremos puesta la mirada fija en el premio eterno que nos espera por haber trabajado en este mundo por la gloria de Dios y bien de las almas.