Son almas que han sido fieles a Dios, pero que se encuentran en estado de «purificación» en el Purgatorio, en el cual están como «inactivos»; es decir, ya no pueden «merecer» por ellos mismos. Por esta razón, es costumbre en la Iglesia Católica orar por nuestros difuntos y ofrecer Misas por ellos, como forma de aliviarles el sufrimiento de su necesaria purificación antes de pasar al Cielo. (Ver CIC #1031-32 y 2Mac.12,46)
El recuerdo de nuestros seres queridos ya fallecidos nos invita también a reflexionar sobre lo que sucede después de la muerte; es decir, Juicio: Cielo, Purgatorio o Infierno.
Primero hay que recordar que la muerte es el más importante momento de la vida del hombre: es precisamente el paso de esta vida temporal y finita a la vida eterna y definitiva. También hay que pensar que la muerte no es un momento desagradable, sino un paso a una vida distinta. Bien dice el Prefacio de Difuntos: «la vida no termina, se transforma y al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna». Por lo tanto, la muerte es un paso al que no hay que temer.
Sabemos que fuimos creados para la eternidad, que nuestra vida sobre la tierra es pasajera y que Dios nos creó para que, conociéndolo, amándolo y sirviéndolo en esta vida, gozáramos de El, de su presencia y de su Amor Infinito en el Cielo, para toda la eternidad ... para siempre, siempre, siempre ...
De las opciones que tenemos para después de la muerte, el Purgatorio es la única que no es eterna. Las almas que llegan al Purgatorio están ya salvadas, permanecen allí el tiempo necesario para ser purificadas totalmente. La única opción posterior que tienen es la felicidad eterna en el Cielo.
Sin embargo, la purificación en el Purgatorio es «dolorosa». La Biblia nos habla también de «fuego» al referirse a esta etapa de purificación. «La obra de cada uno vendrá a descubrirse. El día del Juicio la dará a conocer ... El fuego probará la obra de cada cual ... se salvará, pero como quien pasa por fuego» (1a. Cor. 3, 13-15).
Y nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «Los que mueren en la gracia y amistad con Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de la muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo». (#1030)
La purificación es necesaria para prepararnos a la «Visión Beatífica», para poder ver a Dios «cara a cara». Sin embargo, el paso por la purificación del Purgatorio ha sido obviado por algunos. Todos los santos -los canonizados y los anónimos- son ejemplos de esta posibilidad.
¡Es posible llegar al Cielo directamente! Y, además, es deseable obviar el Purgatorio, ya que no es un estado agradable, sino más bien de sufrimiento y dolor, que puede ser corto, pero que puede ser también muy largo. Por eso es aconsejable aprovechar las posibilidades de purificación que se nos presentan a lo largo de nuestra vida terrena, pues el sufrimiento tiene valor redentor y efecto de purificación. Al respecto nos dice San Pedro, el primer Papa:
«Dios nos concedió una herencia que nos está reservada en los Cielos ... Por esto debéis estar alegres, aunque por un tiempo quizá sea necesario sufrir varias pruebas. Vuestra fe saldrá de ahí probada, como el oro que pasa por el fuego ... hasta el día de la Revelación de Cristo Jesús, en que alcanzaréis la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas» (1a.Pe. 1, 3-9).
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