Déjale a tu hijo alguna raíz con nudo, y alguna
ala sin amarre. No lo presiones hasta el punto de
que el vaso se rebose y quede vació.
Deja que se evaporen las locuras de ayer, y
mételo en la esperanza tentadora del mañana.
Sé más estrella que cerrazón de noche. Dale
una cercanía que no lo limite, y una supervisión
que no lo acorrale. Dale luz de tu pensamien-
to, más la ira de tu enojo. Dale la serenidad
de tu alma, más que la inquietud de tus dudas
y temores.
Dale soluciones, más que recriminaciones.
Dale un espacio y un perdón, no una jaula de
castigo donde sus alas solo den aletazos de
rencor. Dale fé en si mismo, para que solo, pueda
mover sus sentimientos.
No le exijas sobresalir; no lo compares con
nadie; no achiques la estima de si mismo aun-
que falle, ni lo supervalores porque acierte.
La madre no perdona como el mundo: ella
absuelve; no renuncia a la venganza, sino acepta
la página en blanco para empezar de nuevo.
Dele explicaciones a sus desasosiegos,
generosidad a su egoísmo, protección a su vida,
y nunca lo separes de tu corazón.
Todo el que vive a tu lado te da algo de si
mismo, y a la vez recibe ese reflejo tuyo que
irradia lo que eres. Por eso, todo lo que te
gustaría ver en él, daselo con tu solidez, con tu
alma, con tu amor, con el ejemplo de tu vida.
Déjale tu reposo a su intolerancia, tu calmada
reflexión al atolondramiento de sus años, y
razones bien fundamentadas como un detona-
dor de justicia.
No discutas por todo, dándole al hogar un
sabor de amargura; mejor dale un beso y llénalo
de luz.
Alguna vez pregúntale: ¿Tuvo material mi vida
para enseñarle todo lo que quisiera que fuera?
La madre es la mejor carpintera del edificio
de su hijo, la que sabe como ensamblar todos
los elementos para hacerlo resistente, la que
sabe donde apretar las tuercas y donde abrir los
espacios para que entre el sol.