Eres canción de alcoba, si intrigante, diáfana también, que se descubre, pero antes se sugiere. Cada nota se inicia pianísimo, y afluye a un crescendo sensual que al fin culmina en trémolo encendido, hasta el derrumbe. No eres siempre la misma. Ni en acústica ni en interpretación. Ávida irrumpes sobre mi piel en voz de clarinete, rasgueo de violines, de laúdes. Sabes pulsar mis teclas más recónditas, que de tu propio recital se nutren. Yo tengo mi canción, mas la acomodo al ritmo y vibración que de ti surgen. El adagio progresa hacia el allegro, y adquiere intensidad de excelsitudes, tú y yo a dúo, en acción, sintonizados, en dos voces que casi se confunden. Somos canción de alcoba, y a nuestro repertorio contribuyen tonadas de otras gentes, melodías reflejando ansiedades o costumbres, anhelos o experiencias, que a través de la música traslucen cuanto vivieron ellos, cuanto emular quisieran, cuanto intuyen. Y ese acervo de técnicas deviene herencia nuestra, nos induce a improvisar atmósferas sinfónicas que alma y piel nos capturen. Ensayemos, mujer, tanta armonía, como en nuestros sentidos se produce.