Es muy fácil amar el verano. El sol brillando, ardiente, sobre los cuerpos; el deleite de los días más largos; los anocheceres tardíos; la luz iluminándolo todo desde bien temprano; el disfrute del aire libre; el verde que reluce y estalla en parques, plazas, balcones y jardines; las flores, de todo tipo, color y aroma alegrándolo todo; el perfume de las frutas en su esplendor; la morosidad de un tiempo que parece apenas deslizarse y la certeza que el calendario desmentirá puntual e implacable, aunque eso será lo de menos de que esa estación maravillosa durará para siempre.No hay ningún mérito, pues, en amar el verano. ¿Qué fiscal levantaría su dedo acusador para señalarlo por algo? Ninguno en su sano juicio. Con el invierno, en cambio, las cosas son bien distintas. Es más: diría que hasta se necesita cierta cuota de coraje como para enarbolar su defensa. Sus detractores se cuentan por miles y, probablemente, razón no les falte.
Sin embargo, puesto en abogado del diablo, voy a esgrimir aquí una serie de motivos por los cuales aprecio el invierno(opinión muy personal), a saber: el placer de, bien arropados, salir a la calle y sentir el golpe del aire frío en la cara, despertándonos, despabilándonos. El contacto con el sol que, en esta estación, es caricia y no sofocón abrasador. El deleite de las reuniones puertas adentro, con tazas de café humeante y, máximo de los gozos, en torno a un fuego ardiente de leños crepitantes, capaz de resguardarnos de casi todo mientras el viento azota, afuera...Todo esto es lo que empiezo a palpitar ya desde fines de marzo. Porque, como dijo George Sand, “el otoño es un andante melancólico y gracioso, que prepara admirablemente el solemne adagio del invierno”.
Salvo mejor parecer