Nuestra existencia sería mucho más simple y sencilla si entendiésemos que entre los seres humanos debe primar el respeto, la consideración y la cortesía. Sin embargo, cada día nos sumergimos más en un mar de complicaciones que, muchas veces, nos lleva a dejar de lado esa manera de actuar para convertirnos en seres egoístas y mezquinos.
La lucha cotidiana por el sustento nos embarca en actitudes muy feas, porque no nos interesan los daños que podemos ocasionar, voluntariamente o no, a quienes nos rodean. Nos hemos vuelto insufribles, estamos más allá de todo lo bueno y lo malo, y no nos importa la forma en que lo hacemos, la cuestión es llegar.
Pero, si por una de esas circunstancias favorables que tiene la vida, conseguimos ascender en nuestra posición tanto económica, como política, social o laboral, tendemos a adquirir una de las actitudes más detestables, la arrogancia.
Arrogancia es altanería, soberbia o sentimiento de superioridad ante los demás, es un defecto que se refiere al excesivo orgullo de una persona en relación consigo misma y que la lleva a creer y exigir más privilegios de los que tiene derecho. El adjetivo calificativo relativo a esta pasión es arrogante. Se emplea frecuentemente con connotación negativa.
Ser arrogante, en cualquiera de los ámbitos que nos toque desenvolvernos, no es la mejor manera de actuar porque, con altanería y petulancia, lo único que conseguimos es mostrar soberbia, insensibilidad y desprecio hacia nuestros semejantes.
Peor aún es adoptar una postura impertinente y engreída en casos de éxitos inconsistentes y efímeros, pero es algo que vemos hacia el lado que miremos. Estamos rodeados de arrogantes y hasta nosotros mismos, más de una vez, asumimos ese estilo de conducta para menoscabar a nuestros prójimos. Entre los casos más notables, colocamos en el podio de la arrogancia a los nuevos ricos, a los políticos subvencionados y a los funcionarios acomodados. Fieles exponentes de la jactancia y pedantería absurda, sin gracia, no tienen una pizca de pudor a la hora de mandarse la parte y hacer ostentaciones ante el común de la gente.
Pasaremos a relatar una simple historia que ilustra este relato. Cuenta que un maestro y su discípulo conversaban en una esquina, cuando una anciana los abordó:
-¡Apártense de delante de la vidriera de mi negocio! -gritó.- ¡Están estorbando a mis clientes!
El maestro pidió las disculpas del caso, y cambió de vereda.
Continuaban la conversación, cuando se les acercó un policía:
-Necesitamos que se aparte de esta vereda, -dijo el policía- el diputado va a pasar por aquí dentro de poco.
-Que el diputado pase por el otro lado de la calle -respondió el maestro, sin moverse de su lugar.
Después miró a su discípulo y le dijo:
-No lo olvides: no seas nunca arrogante con los humildes, ni humilde con los arrogantes. MGT/12.-