Estoy completamente de acuerdo.
Pero si pienso en mi perro actual, el Niki González, la cosa
se complica.
Llegó hace tres inviernos atrás, de unos tres o cuatro meses
y como ningún vecino pareció acogedor, lo dejé conmigo. Se veía tierno y
desamparado.
No creció mucho, sólo pesa algo más de 20 kilos. Intenté
civilizarlo como a sus antecesores; 3 doberman y un siberiano. Pero no resultó.
Hay que dejarlo confinado en su jaula (que es la parte más grande del patio).
Destruyó casi todas las plantas. Se logró hacer sobrevivir a algunas.
Ladra toda la noche y no deja dormir. Tengo que convencer a
mi socio – que tiene más fuerzas que yo – para que lo saque a pasear.
Si alguien viene de visita, ladra sin parar hasta que la
visita no resiste más. Si salimos de la casa, el perro llora y escandaliza
porque no soporta quedarse solo.
Cuando llega la hora de su paseo diario – cuando se pone el
sol – lo recuerda con ladridos, raspado de la ventana y llantos interminables.
Odia a los gatos, los carteros, los vendedores, el camión de
la basura y cualquier extraño que ingrese al pasaje, haciéndolo extensivo a los
escolares del paradero frente a la casa y a los monologantes de madrugada,
clientes de la botillería de urgencia de la cuadra.
Creo que la presión arterial me ha subido desde que llegó,
el insomnio ha aumentado por su ladrar nocturno, tengo que gastar energías para
convencer al socio – inmerso en la tv – de que lo saque a pasear.
Creo que si lo sobrevivo, instalaré una alarma.