Dicen los sabios, pálida princesa, que no hay mal más grave y más eterno de ese que en parte cielo y en parte infierno ataca el corazón, alma y cabeza.
Dicen que es un vivir constantemente con la imagen del ser que se venera, y entretejer con husos de quimeras millares de castillos en la frente.
Pasar en vela la infinita noche, para soñar con nuestro Amor despiertos, y si dormimos nuestro labio abierto, ir pronunciando su bendito nombre.
Decir ardientes dulces pequeñeces, que el alma enamorada las dilata, y sufrir una angustia que nos mata cuando el olvido sin querer las vence.
Tomar el lente de endiablado celo para crear las sombras que nos matan, y al cristal del amor grandes dilatan los malditos fantasmas del desvelo.
Llamar hora, sólo aquel minuto, que marca cita en la pesada esfera, y ser minuto aquella hora entera cuando se encuentran suspirando juntos.
Sentir la oscuridad que nos domina velando las pupilas en cegueras, y todo mal que en otro pareciera, en Ella es sólo exaltación divina.
Oír la voz que dice que nos ama, como el preludio de un gigante himno que canta al corazón, y en su destino, robarle al alma su más pura lágrima.-
Dicen así mi pálida princesa, esos doctores que al amor definen, que en dulces rejas sin querer oprime, atado al corazón, mente y cabeza.
Pues bien: si eso es amar, ese hondo mal también a mi me aqueja, porque esclavo en la cárcel de tus rejas, ¡yo también se reír... Y sé llorar...!