El niño solitario, con ojos humedecidos y párpados empapados estaba en cuclillas,
meciéndose en el suelo. ¿Dónde estaba? No lo sabía. ¿Por qué se encontraba solo?
Tampoco lo sabía. No recordaba nada.
Sentía una sensación de temor al hallarse solo ante la oscuridad. Solo percibía el
aleteo de sus orejas que se movían por el incesante viento. No oía nada, solo su
propia respiración, rápida y entrecortada. No conocía su identidad, no sabía que
hacía allí solo en mitad de la noche. Lo único que podía ver era el alumbrar de la
redonda brillante: La luna llena, que alumbraba su rostro desdichado mientras los
árboles proyectaban sus monstruosas sombras encima de él. Se mecía y se mecía, el
aire era gélido y se le arropaba en su piel pálida y frágil; más pálida que nunca.
Se mecía y se mecía. Palpó con la mano el suelo, mientras mantenía la vista a lo
lejos de la penumbra sus ojos sólo lograban distinguir extrañas figuras. ¿Estaba
ciego? No lo sabía. Palpó con la mano el frió suelo.
Bajo lentamente la mirada, mientras el aire helado le entumecía la cara. Tenía las
manos muy frías, los dedos casi congelados dificultándole enormemente la movilidad.
Miró el suelo, distinguió un color. Un color blanco en forma de ralla se extendía a
lo largo. No entendía que era y volvió a mecerse. Tenía la nariz helada, rojiza y
llena de mocos. Las gotas le comenzaron a resbalar por las mejillas, la luna las
alumbró y se secaron, se secaron heladas como si estuvieran en un congelador.
Se notaba el cabello mojado. Se lo palpó. Dejó de mecerse. Se lo tocó lentamente,
pelo por pelo. Movió la mano y la sangre se alumbró en ella, seca y coagulada; tan
fría como un día de invierno, tan fría como el monte más helado de los mundos. La
sangre se le extendió hasta cubrirle las manos al completo.
Sintió temor, mucho temor. Estaba sangrando, helándose de frío y todavía seguía sin
entender nada. No pudo evitarlo, de verdad que no pudo, sus ojos se humedecieron y…
Otra lágrima se derramó alumbrándose sobre sus mejillas. Se le secó en un sonido
cristalino.
Sangre. Notaba sangre en la garganta. Un gusto áspero y a la vez dulce. Sacó la
lengua y la mantuvo en el aire; se la acarició como si fuera una mascota. Estaba
gélida, completamente congelada.
Un hilillo de sangre se le escapó de la lengua, Se deslizó hasta rozar el suelo,
antes de tocarlo se congeló.
Una estalactita de sangre le colgaba de la lengua. Le dolía. Se cogió con las dos
manos la estalactita. El dolor se le extendía hacia el estómago y sintió un enorme
impulso de vomitar pero se controló. Intentó doblar la estalactita, pero la lengua
se resintió. El dolor se le subió a las sienes.
Asustado y con frenesí se rodeó con las manos la estalactita y las hizo voltear.
Volteaba las manos por la estalactita, cada vez con más rapidez. La lengua se
resentía, pero por la fricción la estalactita comenzó a derretirse. Las gotas
derretidas se incrustaban en las manos del chico, seguidamente se proyectaban contra
el suelo en pequeñas gotitas de cristal.
La puntiaguda forma gélida se derritió y el chico se quedó con un intenso sabor a
sangre fresca en la lengua. Se tocó la punta de la lengua suavemente con el dedo
índice. Tenía una pequeña herida, de no mucha importancia. Una pequeña herida, roja
como la cereza, roja como el corazón y roja como la sangre.
La herida empezó a sanarse sola. El niño sonrió y en la anchura de los labios se
creó una plaquita de hielo. Parecía que con cada movimiento expulsara frío de sus
entrañas. Ahora no podía mover los labios, se había quedado con una sonrisa compacta
e inmóvil. Se lamió los labios y se los volteó con rapidez con su lengua helada y
frágil. Al poco rato la fricción hizo su efecto y el hielo desapareció impactando en
el asfalto en pequeñas gotas de cristal.
Se notó aliviado y contento sin saber el porqué. Ya no se sentía tan frágil y
temeroso. La helada que le agarraba con fuerza el cuerpo desaparecía poco a poco.
Se sintió muy húmedo y mojado, el sudor comenzó a emanar con fuerza de él. Un charco
llegó pronto al suelo, el sudor era cálido como el desierto durante el día, Cálido
como una calurosa noche de verano; y ese sudor cálido le calentó los labios, le
revivió la lengua y lo acaloró por dentro. El hielo desapareció dejando paso a la
movilidad absoluta.
Solo y desnudo el chico podía moverse. Recuperaba las fuerzas en todo su cuerpo.
El sudor paró. El frió también lo hizo.
Una calida noche de verano se notó en el ambiente. El aire, seco y compacto impactó
en la cara del chiquillo.
Sonrió con fuerza, pues el helor de los labios le había desaparecido por fin. Ya se
sentía vivo y libre. Sonrió más ampliamente que nunca dando a mostrar unos enormes
dientes, cuya blancura era comparable con el blanco celestial, sólo que el no tenía
nada de celestial; de demonio… tal vez.
De entre el amasijo de dientes, dos prominentes colmillos le sobresalían de la
dentadura de arriba. En su dentadura de abajo ocurría lo mismo. Se palpó el mentón.
Lo tenía duro y fuerte.
Cerró con potencia la mandíbula, haciendo chocar los colmillos entre si. Un potente
chasquido resonó en la noche oscura y cálida.
Volvió a emitir un chasquido con los colmillos.
Una sensación de poder lo invadió por dentro. Pues el sabía que era un vampiro, sólo
eso, de lo demás no recordaba nada. La sensación de sangre lo entornó. Necesitaba
beber ese dulce líquido rojo.
De repente y sin previo aviso, una luz se divisó en el horizonte. Una luz tenue con
forma de foco energético alumbró a lo lejos al niño.
La luz se acercó y acercó, hasta que se volvió tan fuerte que el chico tuvo que
esconderse de la luminaria protegiéndose la cara con los codos.
La luz se paró seguida de una frenada de neumáticos.
Pasó de alumbrar de forma intensa a tenue. El niño pudo volver a mirar sin temor
alguno.
Un hombre, cuya estatura era superior a la media, se le acercó. El hombre era medio
calvo, y el poco pelo que tenía era canoso. Sus potentes bíceps contrastaban con sus
muslos vulgares. Llevaba camiseta sin mangas de color negro abismo, sus pantalones
eran vaqueros y de un color azul intenso. La mirada del hombre era fría y
reconfortante a la vez, pues sus ojos verdes relucían en contraste con la luz que la
luna llena disparaba sobre ellos.
— ¿Qué te ocurre chico? —preguntó el hombre.
El niño no respondió porque la luz lo hirió, le derretía poco a poco la piel, se le
formaban ampollas y la piel se le quemaba, el humo le salió de su piel seca y
cálida. Dio un salto hacia atrás con gran agilidad, ocultándose de la luz quemadora.
— Nos feratu —balbuceó el niño.
— ¿Qué? —preguntó el hombre canoso
— Nos feratu —un foco se rompió y el hombre dio un alarido asustado— Vampirum —el
otro foco explosionó lanzando grandes cantidades de cristal al cielo que pronto se
perdieron en la lúgubre noche. El hombre arrojó un chillido ahogado.
— Nos feratu —El chico mostró los dientes— Vampirum.
El hombre reculó.
— Sangre Nostrum.
El hombre dio otro paso hacia atrás con la boca abierta en forma de o y los ojos
abiertos como platos dilatándose y contrayéndose alternativamente. La expresión de
pánico se sobrepuso ante la oscuridad de la noche.
El niño alzó su mano derecha, contemplándose las uñas, que no eran uñas, sino
garras; Garras largas y afiladas, sucias y bellas, vivas y muertas.
El hombre, más inquieto asustado y petrificado que nunca, dejó de recular. Dejó de
moverse. Se quedó quieto en el asfalto. Las garras del niño lo habían dejado inmóvil
y sin aliento. Estaba experimentando una sensación de temor incapaz de describirse.
El niño avanzó unos pasos y el canoso no se movió. Avanzó otros pasos y olió su
aliento. El aliento del hombre estaba alcoholizado, su perfume era el hedor.
El chiquillo saltó con rapidez y le clavó los colmillos superiores en su delgada
camiseta. La camiseta se rasgo y los colmillos crujieron hundiéndose en la carne.
Dos agujeros se formaron, y entre el colmillo y la carne la sangre emanó viva y
fuerte como un rió, extendiéndose en su camiseta y volviéndola de un color negro
rojizo. El canoso emitió un gemido ahogado.
El terror intentaba salir por su campanilla que tintineaba de miedo. No podía
moverse, los colmillos lo habían envenenado dejándolo paralítico por momentos. Con
la boca tan abierta que parecía desencajársele de la mandíbula, se quedo quieto
mientras los ojos empezaban a inyectársele en sangre.
El niño estaba contento, saboreando el dulce manjar. Ya no tenía miedo, el miedo se
había transformado en valentía y fuerza, fuerza potente y energética.
El chico clavo más hondo los colmillos con un potente mordico que hizo saltar un
chorro de sangre. El canoso volvió a gemir, pero el gemido volvió a ahogarse
quedando atrapado en su campanilla.
El niño comenzó con su festín. Succionó con los colmillos, lentamente, y a medida
que la sangre le pasaba entre los colmillos y se deslizaba con suavidad por su
garganta, aumento la velocidad aferrando más los colmillos en la carne.
.El canoso ya no intento ni siquiera gemir. El ceño se le frunció lentamente, los
párpados se le bajaron silenciosamente hasta que chocaron entre si y sus ojos
quedaron ciegos para siempre.
La piel pasó de un color carne vivo a un color carne pálido, de la piel rosada a la
piel blanca inerte.
El chiquillo succionó con más fuerza y la piel del canoso se volvió pálida del todo
mientras se mecía intentando caer en el asfalto. El niño no hizo nada, dejó que el
hombre cayera deslizándose lentamente hacia el suelo. El chiquillo lo siguió con sus
colmillos, sin apartarlos de dentro de su carne.
El canoso por fin cayó al suelo y el chiquillo saboreó la sangre con intensidad.
Bebió y bebió hasta saciar su sed.
Terminó y se limpió los colmillos con la camiseta del canoso.
Desnudo y sin vergüenza se plantó delante del cadáver. Observó su figura paralítica,
con esa expresión de temor en el rostro que reflejaba pena y ternura, maldad y
bondad.
La figura yació en el suelo.
El niño escrutó los focos rotos. Tras ellos un coche se erguía en medio del asfalto.
Se acercó lentamente. La puerta estaba abierta.
Con sumo cuidado entro y con delicadeza giró su cabeza hasta el asiento del
acompañante. Un chico pequeño, que debía rozar su misma edad, tiritaba de miedo bajo
el asiento.
— No puedo ir desnudo —pensó en voz alta.
Miró al chico, éste, tiritaba de miedo, agachado y con la cabeza entre las piernas
susurraba palabras de pánico a sus zapatos.
— Dame tu ropa, et vive. Per favore dame tua ropa.
El chico temeroso no entendía lo que ocurría, el miedo se apoderó de él y se desmayó.
— Io no se como mi chiamo, et sospito che sono un Vampiros —habló inútilmente al
chico desmayado.
El vampiro no obtuvo respuesta. Espero impasible junto al cuerpo desmayado. Pasó un
minuto, luego dos, luego tres. Se cansó de esperar, enfurecido y frustrado se alejó
del coche.
Se concentró y cerró los ojos con fuerza. Los abrió y notó un dolor en la espalda.
Se la palpó con las manos. Dos alas bellas y esbeltas se elevaban rígidamente detrás
de él.
— ¡Parla ahora o more para sempre! —las palabras del vampiro se extendieron hasta el
infinito, resonando en el paisaje con un fuerte eco.
El niño, aún desmayado y arrodillado en el asiento del acompañante no contestó.
El vampiro se enfureció. Sus pies se alejaron del suelo tan rápidamente como su
furia se extendía.
— ¡Parla ot muere! —su último aviso estalló contra el parachoques del coche
haciéndolo estallar.
El chico desmayado comenzó a recobrar el conocimiento. Pero ya era demasiado tarde
para él.
El vampiro se irguió. Observó el coche con locura y rabia. Extendió el brazo,
levantándolo con los rayos de la luna reflejándose en su mano. Ésta, también se
extendió. Apuntó con la mano al coche, elevó el dedo índice y señalo el carruaje.
— Fueco, Aire, et viento, more por sempre .
Las palabras del vampiro se transformaron en una bola de fuego cálida y extraña a la
vez. El dedo índice fue el encargado de proyectar la bola cálida hacía el coche. La
bola se lanzó volteando y danzando en espiral hasta llegar al coche, no tuvo
compasión e impactó contra el capó.
El vampiro voló más alto para que la explosión no lo atrapara.
El coche estalló en mil pedazos arrancando la vida del muchacho y siendo portada del
diario comarcal. La onda expansiva derritió al completo al hombre canosa de mirada
reluciente. El coche se elevó por los aires y volvió a caer en el asfalto emitiendo
un potente estruendo que se oyó a varios kilómetros. El humo subió lentamente de
entre los restos del coche, el vampiro lo traspasó y se elevó hacia la oscuridad
hasta que su forma se dibujó en la luna. Había saciado sus ansias de comer, se
sintió poderoso y decidió que la próxima vez no se conformaría con tan pequeño
manjar.