Ah, diciembre… No puedo afirmar que este mes me sea simpático. Desde que recuerdo, lo he terminado padeciendo de una terrible gastritis y en consecuencia, el ánimo por los suelos.
Por un tiempo lo atribuí al consumo del famoso pan de pascua. Lo evité y nada. Sólo se trata del stress que produce este mes condenado en el cual se cumplen todos los plazos:
- rendición de cuentas de una buena cantidad de grupos.
- reuniones de fines de año para celebrar eso: el fin del año, fin de los talleres, fin de curso, etc. etc.
- organización de festividades
- compra de regalos apropiados para cada uno
- participación en paseos que obligan a madrugar.
-preparación de discursos, textos, celebraciones, etc.
- consumo (casi) obligado de alcohol en cantidades desacostumbradas – porque todo el mundo lo hace - ¡salud! porque en este momento tengo una caña de vino blanco con frutillas…
- tiempo que no hay para recorrer malls y más malls buscando el regalo apropiado y comprando algo que “podría servir”, sabiendo que después del año nuevo todo estará mucho más barato.
- escuchar a la gente que reclama porque las fiestas de fin de año han sido despojadas de todo valor espiritual (olvidando que la fecha del nacimiento de Jesús no fue precisamente el 25 de diciembre y que los arbolitos iluminados que armamos todos los años corresponden a una celebración más antigua que el cristianismo y que nada tiene que ver con nuestro clima en diciembre. O sea, que todo es un total anacronismo).
Todos los años juro que no volveré a armar árbol alguno ni exhibir las figuras del pesebre que fueron compradas por mi abuela alrededor de 1940… pero ocurre que todos esperan que lo haga a pesar de lo aburrido que les resulta. Y en consecuencia, ¿tendré que seguir con una obligada costumbre que no significa nada para nadie, sólo porque es lo que se espera del miembro más antiguo de la familia?
Por favor, espero que alguien opine.