Un pedazo de jardín o un patio debería tener aspecto calmo y ordenado, una especie de mínimo remanso de paz, un sitio para echarle una mirada distraída o recorrida rápida para distraer la mente y estirar el cuerpo.
Sin embargo, mi remedo de jardín es una maraña de plantas diversas que parece chillar por un poco de disciplina.
Además, está demasiado parcelado: el sector más grande..(es un decir) ….: el menos chico, es el destinado al señor perro. Salvo unas malezas que poda directamente porque al parecer le gusta devorarlas, otras son a prueba de bestias o sólo les pega tirones y les lanza algunos mordiscos a veces, como por cumplir (con su papel de perro).
La parte delantera contiene palmeras que han crecido como Pedro por su casa y están atadas como momias para que no invadan demasiado. Una vieja morera con sólo dos gruesas ramas retorcidas; tuvo tres, pero un jardinero medio volado se ensañó con una de ellas. También un árbol desconocido, algo entre maqui y maqui del diablo. Los frutos de ambos son muy apreciados por los señores zorzales, que son los habitantes y verdaderos dueños de ese lugar, los que dejan caer sus recuerdos desde sus puestos de observación, sin olvidar el bebedero. Hay también un espino al cual – por razones de espacio – le dejé sólo una rama; un olivo atacado por las conchuelas, un par de pitosporos enanos, una achira, algunas hortensias en maceta, hiedra enana en el suelo y normal en el muro, más un mioporo encontrado en la playa de Isla Negra. Al desenterrarlo de lugar tan inhóspito, descubrí que tenía sus raíces enredadas en un calcetín negro. Me lo traje y tengo que barrer sus hojas el año entero.
Entre ese mundillo vegetal subsisten algunos regalos: aspidistras del maestro Mesina, una estrella de Belén de doña Zoila, unas cactáceas del practicante Silva, más unas semillas que me dio el gran maestro Escolano, ex pasajero del Winnipeg: Me dijo: “son unas flores de todos colores y muy perfumadas, que crecen como malas de la cabeza”.
Justo lo que necesitaba. Se trata de los "diego de la noche", que se abren al atardecer, cerrándose con la luz del sol y brotan en todos lados.
En la parte trasera, hay un jacarandá demasiado crecido, un pino que según la vendedora alcanzaría sólo hasta dos metros y nada, ahora ambos se han convertido en un peligro. Un limonero discreto que produce frutos monstruosos, mezcla entre siameses y dedos de buda, más uno que otro fruto casi normal, más un laurel metido en macetero.
Y diversas minucias en receptáculos de todos los portes, incluyendo a los descendientes de los cardenales que crecían en la vieja casa de Vicuña Mackenna y de las calas que cultivaba mi tía en el techo de su departamento.
Nadie creería, al mirar el caos, que al principio sembré pasto para cubrir todo el espacio y planté unos rosales. Se veía ordenado y aburrido.
Más tarde, cuando se hizo necesario conseguir un perro como alarma, éste terminó con el manto verde que tanto costaba mantener.
A veces, me brotan unos impulsos locos: bosquejar un jardín de verdad, remover todo lo que hay, traer buena tierra y comenzar a plantar lo que corresponda. Pero me da pena matar toda esa vida que ha demorado años en crecer y deshacerme de las plantas que me recuerdan a los que ya no están. Es como desalojar a unos habitantes de su casa de toda la vida, sólo porque son antiestéticos.
Y entonces siento que los señores vegetales tienen sus propios derechos y los dejo proseguir.